18.4.25.Las reformas universitarias de Carlos III.
LAS REFORMAS UNIVERSITARIAS ESPAÑOLAS DE TIEMPOS DE CARLOS III[1]. La disputa entre colegiales y manteístas en tiempos de Carlos III. Tras el triunfo político de los manteístas...
LA PREILUSTRACIÓN ESPAÑOLA.
LOS NOVATORES EN EL XVII.
Historiografía sobre la Ilustración española.
Los estudiosos clásicos sobre el tema son:
El francés Jean Sarrailh, 1891-1964, La España Ilustrada en la Segunda Mitad del Siglo XVIII. 1979.
El norteamericano Richard Herr, 1940-2010, The Eighteenth Century Revolution in Spain. Princeton University Press, 1958. Traducido al español como España y la revolución del siglo XVIII. Aguilar 1962.
El español Luis Sánchez Agesta, 1914-1997, El Pensamiento Político del Despotismo Ilustrado, 1956.
El español José María López Piñero, 1933-2010, que descubrió a los novatores en la segunda mitad del XX. La mayoría de sus obras hablan de historia de la medicina. En 1985 fundó el Instituto de Historia de la Ciencia y la Documentación, gestionado por CSIC y la Universidad de Valencia.
El español Gonzalo Anes Álvarez de Castrillón, 1931-2014, Economía e Ilustración en la España del siglo XVIII, Ariel 1973.
El tema de la Ilustración en España.
El concepto “ilustración” fue deformado en el siglo XIX. El siglo XIX quiso poner una mala imagen al XVIII, estudió los acontecimientos del XVIII con excesiva pasión política y religiosa, y con ello generó una tendencia a desfigurar los hechos. Los progresistas liberales buscaron en la Ilustración sus orígenes y adaptaron las cosas del XVIII para que cuadraran con las nuevas ideas del XIX. Los tradicionalistas conservadores escribieron sobre el XVIII que era una ruptura con lo nacional, lo castizo, lo tradicional. También dijeron que era una introducción en España de todo lo extranjerizante, y que era un movimiento desintegrador de lo propiamente español. Así hablaba el muy conservador Menéndez Pelayo. Como España fue conservadora hasta mediados del siglo XX, el siglo XVIII apareció en los libros de historia españoles como un siglo maldito, al tiempo que se mitificaban el XV y el XVI, como los siglos de formación del imperio.
Los tradicionalistas quisieron identificar la llegada a España de las nuevas ideas de la Edad Moderna con la llegada de los Borbones, lo cual no podemos aceptar como causa, sino como coincidencia. Corroborando esta impresión, tenemos el dato de que las primeras ideas ilustradas españolas son de 1680, cuando reinaba Carlos II, un Austria, pero el Austria casi borrado de la historia de España en la historiografía conservadora.
No podemos aceptar la afirmación de Ortega y Gasset, hecha a principios del XX, de que en España no había habido Ilustración. Efectivamente, no se generalizó el deísmo, pero Ilustración y deísmo son dos temas distintos. Tampoco la Universidad evolucionó convenientemente, porque la Universidad era una institución en manos de los sectores sociales más conservadores, nobleza e Iglesia. Tampoco hubo en España grandes pensadores de nivel europeo, sino que los pensadores fueron más bien ingleses y franceses. Ortega, en términos generales, tiene razón, pero tampoco podemos dogmatizar los escritos de Ortega y tomarlos como un absoluto. Hubo minorías ilustradas en España, y las vamos a considerar a continuación.
Hasta 1980, aproximadamente, los libros de historia se limitaban a decir que en España no había habido ilustración sino muy tardíamente, lo que ocultaba la realidad.
La polémica historiográfica del tema de la Ilustración española durante el siglo XX versaba sobre si hubo en España un movimiento ilustrado. Sobre ello, había todo tipo de opiniones:
-Que apenas aparecieron reformas.
-Que no hubo ninguna reforma real.
-Que se quisieron hacer demasiadas reformas y se fracasó.
Para entender esta polémica, hay que tener en cuenta que ningún ilustrado español atacó la fe católica ni la monarquía española. Por ello se habla de que los ilustrados españoles fueron reformistas, pero no revolucionarios.
También es preciso precisar, que la Ilustración española no fue propia de un grupo social o económico identificable, sino que se trató de individuos de diversos grupos sociales, unos pocos clérigos, algunos médicos, ciertos profesores, algunos nobles, algunas mujeres, algunos labradores, comerciantes y artesanos, siempre en minoría dentro de su colectivo, y que vivían sorbiendo ideas del extranjero.
Por último, hay que apuntar que no hubo en España grandes teóricos ilustrados, sino un movimiento continuado de racionalización de la realidad en todos sus ámbitos. Quizás este dato nos da una pista del problema general.
Quizás el grupo social de los eclesiásticos españoles fue el que proporcionó más individuos al nuevo movimiento racionalizador. Lo que no cabe duda es que su obra cultural era importante en el XVIII, porque los obispos difundían el saber entre sus párrocos, y los párrocos entre sus feligreses.
Los religiosos españoles “ilustrados” del XVIII se suelen basar en autores alemanes e italianos, sobre todo Genovesi y Filangieri.
Antonio Genovesi, 1712-1769, era profesor en un seminario de Salerno, y se sintió atraído por las lecturas de Locke, abandonó el seminario y estudió Derecho en Roma. Fue a Nápoles como profesor de filosofía y empezó a enseñar economía (comercio en el lenguaje del siglo XVIII). Denunció errores del pasado como la regulación de los precios, la condena del interés bancario, y otras prácticas sociales como el excesivo número de órdenes religiosas, el uso de reliquias y la tenencia de bienes materiales en manos de la Iglesia.
Gaetano Filangieri, 1753-1788, fue un abogado que en 1777 entró al servicio de Fernando IV de Nápoles y escribió en 1780 Ciencia de la Legislación, donde defendía la necesidad de un código legal, del reparto equitativo de la propiedad, y de una calidad en la educación.
Hoy, tras las investigaciones historiográficas hechas a finales del siglo XX, se valora mucho el esfuerzo de racionalización que hicieron los novatores españoles, y sabemos que este esfuerzo dio frutos interesantes.
La Ilustración española como problema.
El fondo del problema español, al comienzo del siglo XVIII, era que España había sufrido un déficit cultural de 150 años: Felipe II, en 1559, había prohibido que sus súbditos “de cualquier estado, condición y calidad que sean,… no puedan salir destos reinos a estudiar, ni enseñar, ni aprender, ni a estar, ni a residir en Universidades, ni estudios, ni colegios fuera destos reinos…”
El problema empezó a solucionarse cuando Felipe V, en 4 de julio de 1718, creó becas para que los españoles pudieran salir a estudiar en el extranjero. Pero eran muchos años de desconexión de España con Europa y resultó que, los antes países europeos dependientes de España, estaban a la cabeza cultural y técnica del mundo, y España no se había enterado.
Así que España no tuvo apenas contacto con la revolución científica del XVII, cuyo rigor metodológico y experimental no tenía la España del XVII. España permitía fantasías y supersticiones absurdas, como lo más normal de este mundo.
Tras siglo y medio de adoctrinamientos xenófobos y de defensa a ultranza de los planteamientos filosóficos del siglo XVI, y de creación de intereses espurios alrededor de esos posicionamientos doctrinales, la recepción de un saber racional, procedente del extranjero, no era fácil.
Los españoles de los siglos XVI y XVII, en su aislamiento cultural, estaban viviendo un mundo ficticio en lo ideológico, científico y cultural: decían de sí mismos que eran los únicos no contaminados por el modernismo, y que tenían una misión divina y mesiánica que cumplir. El atraso cultural llevaba a algunos españoles al integrismo católico. Integrismo es la situación en la que la religión se atribuye el derecho a dictar las normas morales del Estado y a supervisar según esas normas estrictamente religiosas la política, economía, costumbres, vida cotidiana de la gente y leyes en general. Todas las religiones tienen individuos integristas.
A finales del siglo XVII, tras 150 años de decadencia política y cultural española, algunos podían constatar que España se había arruinado cultural, técnica y científicamente, mientras el resto de Europa progresaba en todos esos campos. El contraste se empezó a notar mucho cuando expusieron sus ideas Bacon (1561-1626), Locke (1632-1704) y Newton (1642-1727). Y en medio del campo de batalla quedaba René Descartes (1596-1650), un hombre que había aceptado la razón matemática, sin perder el sentido católico de su vida, pero se había planteado las capacidades de la razón frente a la revelación divina que es extrarracional.
Daba lo mismo que los españoles (incluidos los latinoamericanos) saliesen a conocer Inglaterra, Francia, Alemania, Italia u Holanda. En todas partes, el pensamiento filosófico, el derecho penal y el pensamiento religioso, habían evolucionado. Sólo hacía falta salir al extranjero, o leer obras extranjeras de moda, para comprobar las grandes diferencias entre España y la llamada Europa Occidental. Muchos, los conservadores inmovilistas, se empeñaban en que lo mejor era no salir de España ni conocer nada de los extranjeros, pero ello no podía impedir que algunos tratasen de conocer las ideas nuevas.
Los que optaron por las nuevas ideas que venían de Europa fueron denominados despectivamente “novatores”, cosa que no desagradó a los insultados.
No todos estos “novatores” tenían igual criterio político y religioso, y muchos eran completamente contrarios a los otros en diversos campos, pero todos sabían que había ideas nuevas mucho más racionales y atractivas que las viejas ideas del siglo XVI. Todos sabían que algo iba a cambiar, y que sería pronto.
Los difíciles inicios novatores.
Hay que distinguir entre élites de poder y pueblo en general: las élites eran generalmente hombres cultos que conocían de sobra la existencia del movimiento de la Ilustración en Europa y los defectos de España y los problemas para extender la cultura y la riqueza a un grupo mayoritario de españoles. Entre ellos, unos estaban a favor y otros en contra de las nuevas corrientes culturales. Otra cosa era el pueblo inculto al que se manipulaba desde todos los ámbitos y niveles sociales.
El pueblo inculto español fue manipulado desde todos lados. Todos consideraban que el pueblo debía ser tutelado para darle lo que le convenía y no todo lo que pedía. Carlos III decía “los españoles son como niños, lloran cuando se les quita la basura” y se refería a quitarles la superstición, pero protegía a algunos ilustrados mientras mantenía la Inquisición que actuaba contra los ilustrados. La Iglesia Católica española en general manipulaba al pueblo en contra de la Ilustración, y seguía en líneas generales en una línea de pensamiento estática, antiprogresista, retrógrada y oscurantista, una línea crítica respecto a lo experimental, respecto a la nueva filosofía. La Iglesia, en general, se apegaba a sistemas de pensamiento tradicionales. Pero los jesuitas enseñaban algunas de las ideas nuevas en sus colegios de segunda enseñanza. Y también algunos obispos se contaban entre los partidarios de renovar el papel de la Iglesia e incluso de renovar la organización de la Iglesia misma. Por su parte, los ilustrados consideraban que era preciso educar al pueblo para ayudarle a salir de la ignorancia. Todos estaban en la idea de ganarse al pueblo.
Pero las nuevas ideas se iban a abrir camino por sí mismas: en política, las cosas no podían seguir funcionando como hasta entonces, porque el Estado había llegado a un malfuncionamiento crónico por falta de ingresos y abundancia de gastos en más y más guerras. En lo social, se estaba llegando a situaciones de conflicto generalizado, debido al mantenimiento a ultranza de los privilegios. En lo cultural, los más inteligentes se daban cuenta de que España había perdido el liderazgo intelectual, sobre todo en la Universidad. Y con el paso del tiempo, las circunstancias iban a peor.
Ya no servía la oposición sistemática de los conservadores: siempre había un principio o un interés religioso que había que modificar, y unos religiosos que reaccionaban airados contra cualquier cambio científico, filosófico o de la vida social. Siempre había unos nobles y unas instituciones políticas perjudicadas por las reformas que se necesitaban. Pero era imposible permanecer ajenos al cambio.
Y no faltaron españoles disconformes con el tradicionalismo ciego y antiprogresista reinante. Se les llamó, a principios del XVIII, despectivamente, “novatores”. Ellos aceptaron gustosamente la denominación.
Los novatores fueron una generación española de, aproximadamente, a partir de 1680, es decir, lo que a veces se llama preilustración española. A partir de 1680 ya existía en España un pensamiento crítico que se expresaba tanto en las ciencias físico naturales como en el humanismo. No estaban fuera de su tiempo, pues Newton publicó los Principia en 1687 y en ese mismo año publicó Juan de Cabriada su Carta Philosófica Médico Chymica.
Durante el reinado de Carlos II, 1665-1700, hubo en España unas 358 publicaciones científico técnicas, frente a 330 de contenido histórico, 132 jurídicas y 79 literarias, lo que demuestra que existía una gran preocupación por la ciencia, la medicina, las matemáticas, y algunas de ellas se interesaban por la iatroquímica, la astronomía y la física, que eran ciencias modernas. Otra cosa distinta fue que no se creara el ambiente y los medios suficientes para que éstas floreciesen. La iatroquímica la había iniciado Paracelso en el siglo XVI defendiendo la teoría de que el cuerpo humano estaba constituido por elementos simples, azufre, mercurio y sal, combinados en unas proporciones precisas en los cuerpos sanos. Paracelso decía que las enfermedades eran exceso de alguno de los elementos simples en alguna parte del cuerpo, lo cual se podía curar con la administración al paciente de elementos químicos que restablecieran el equilibrio óptimo de la materia orgánica afectada.
Los novatores partían del humanismo cristiano del XVI y del XVII y no querían rupturas con la Iglesia. Muchos de ellos eran sacerdotes y religiosos, particularmente jesuitas. Su problema personal era el estudio de la nueva ciencia condenada por la Iglesia. Buscaban nuevos planteamientos intelectuales que hicieran compatible la verdad científica, en la que creían, con la postura defendida por la Iglesia, a la que habían jurado fidelidad. Algunos temas eran rechazados a priori, desgraciadamente para los españoles.
Los novatores se oponían al escolasticismo, tomismo y aristotelismo, y aportaban en su lugar el empirismo y racionalismo, a la vez que denunciaban el atraso científico español y el desfase de la Universidad española respecto a los saberes que dominaban en Europa occidental. Pero no tenían un cuerpo de doctrina único, ni una posición unificada, de modo que distinguimos escépticos y eclécticos.
Para los novatores españoles, la frontera de lo prohibido estaba demasiado cerca de sus cabezas como para dejarles pensar en libertad: el sistema heliocéntrico de Galileo estaba condenado por la Iglesia; en las Universidades dominaban los eclesiásticos escolásticos, cuya fuente de saber, Aristóteles, era según ellos irrebatible. Y los aristotélicos se quedaban tan anchos al decir y mantener tonterías como que el movimiento era un cambio de substancia, mientras los novatores debían andarse con el mayor cuidado por lo que decían y escribían. El ambiente era peligroso para los científicos renovadores.
Pero en ambientes públicos, en la Universidad, el problema de los novatores, probabilistas o escépticos, era que muchos teólogos españoles que dominaban las Universidades y la Inquisición, sobre todo los dominicos, eran aristotélico tomistas, y éstos estaban dispuestos a polemizar y hasta a atacar a los novatores. Muchos jesuitas del grupo de Suárez, que estaban estudiando el saber nuevo y veían como evidente el valor de las nuevas ciencias, se declararon probabilistas. Inmediatamente los agustinos fueron contra los jesuitas.
Los novatores estaban ante la evidencia del progreso técnico de Europa occidental, de las mejoras en los montes, ríos, ciudades y agricultura. Las realidades eran evidentes en la gente que tenía que viajar en el extranjero, comerciantes, políticos, y viajeros de cualquier tipo. Ello hacía sospechar que su sistema de pensamiento podía ser superior al español, aunque éste proclamase de sí mismo una altura moral y de conocimientos superior a cualquier otro.
Los novatores intentaban importar algunos de esos conocimientos y tecnología extranjera, y la tecnología era muy difícil de entender sin la ciencia de base.
La preilustración española fue una ilustración cristiana, al estilo de Italia y sur de Alemania, que nunca aceptó el deísmo, que era francés e inglés. Pero los ilustrados cristianos sí asumieron el espíritu crítico de las luces.
No todos los autores españoles preilustrados se identificaron plenamente con el racionalismo naturalista y con el progreso científico de su tiempo. Algunos aceptaron cosas aisladas e hicieron excepciones en algunos temas concretos que no querían aceptar como racionalizables. La penetración de las nuevas ideas fue lenta.
El tablero en el que se combatía ideológicamente era muy complejo: Los novatores tenían que luchar contra el tradicionalismo, cuya fuerza se basaba en el poder de las instituciones. Los tradicionalistas empezaban a saber que eran inferiores en el razonamiento científico, pero superiores en el razonamiento filosófico puro. Los que detentaban el poder, las instituciones, no podían ceder, pues corrían el peligro de quedar en evidencia, de constatar su inferioridad, y de perder a continuación los campos de su influencia: la universidad, los colegios mayores, la provisión de cargos civiles y la provisión de cargos eclesiásticos.
A principios del siglo XVIII, los novatores tenían la protección del Rey Felipe V y de la reina Isabel de Farnesio, pues los reyes venían de Francia e Italia donde los novatores se habían impuesto mucho antes que en España. Era una protección un tanto sui géneris, en privado, pues en público apoyaban a la Inquisición que perseguía a los novatores.
La persecución inquisitorial era muy frecuente en España y se utilizaba de muchas maneras: Los reyes y altos funcionarios la utilizaban contra sus enemigos. Los inquisidores de poco fuste la utilizaban contra gentes no bien relacionadas políticamente o que no fueran de la casta universitaria, como el caso de Moisés de Charas, 1618-1698, que se atrevió a negar la verdad de un dicho, repetido por muchos predicadores fatuos de su tiempo, de que las víboras eran inofensivas 12 leguas alrededor de Toledo, y Moisés fue encarcelado por la Inquisición cuando tenía 72 años de edad, y fue obligado a retractarse “de protestantismo”.
Los novatores en política.
En el campo de la política, los españoles novatores se centraron en el tema conocido como regalismo, o derecho del Estado a gobernar las cuestiones “temporales” (lo cual significa “no religiosas” en lenguaje cristiano), aunque fueran las de la Iglesia.
Especial interés tienen los llamados jansenistas españoles. Opinaban que la Iglesia nunca se debería haber metido en cuestiones tales como poseer riquezas, administrarlas y luchar por su conservación e incremento. Fueron los conservadores, y los jesuitas en particular, los que inventaron el término “jansenista” aplicándolo despectivamente a los defensores del regalismo, pero que en realidad significaba una herejía anterior distinta.
Los ilustrados españoles buscaban autores españoles antiguos que fortaleciesen sus posiciones ideológicas y encontraron muchos del siglo XVI, que tenían ideas diferentes a las que la Iglesia del XVIII exigía como ortodoxas. Pero el humanismo cristiano había sido perseguido durante la Contrarreforma, y no era fácil cambiar las ideas en el siglo XVIII.
Los novatores en ciencia.
En el terreno de la ciencia, los novatores encontraron dos campos diversos del saber, con diferente aceptación cada uno de ellos: uno era el de las ciencias puras, o “teóricas”, como las matemáticas, astronomía, física y tecnología. Otro era el de ciencias de aplicación inmediata, como la medicina (iatroquímica) y biología. Para los estudiosos, ambos campos estaban unidos, pues se informaban en todos los aspectos del progreso científico y técnico habido en el extranjero. Pero para el gran público, el segundo campo era muy distinto, pues se jugaban la salud y la vida. Y cuando llegaba la enfermedad, optar entre un médico tradicional que mataba al enfermo con sangrías y un médico moderno que trataba de sanar, y a veces lo conseguía, con remedios químicos, era un problema que hacía tambalearse a los más convencidos tradicionalistas. El campo de la medicina era el más abierto a la aceptación social de las innovaciones. Sevilla, Madrid, Zaragoza y Valencia tuvieron médicos con conocimientos modernos, expertos en anatomía práctica, que eran aceptados porque los resultados eran mejores. También era evidente para los reyes y alta nobleza, que los médicos españoles eran peores que los de Europa Occidental próxima, y en 1718 se decidió que se pudiera ir a estudiar fuera.
Carlos II, cuando necesitó médicos, y necesitaba muchos, recurrió a los que recomendaban sales químicas, elixires y remedios científicos (los iatroquímicos), y despreció a los tradicionalistas. Y nadie pudo decir nada en contra del rey. Quizás por ello, los novatores no fueron perseguidos abiertamente por sus ideas, aunque algunos fueron llevados ante la Inquisición por temas que no parecieran directamente relacionados con el saber, como que eran judaizantes.
Igualmente, Felipe V e Isabel de Farnesio protegieron a los médicos de la nueva corriente científica. Isabel de Farnesio, para sus partos, quería médicos franceses y de ninguna manera aceptaba a los tradicionalistas españoles. Felipe V había traído a España a Blas Beaumont, 1690-1758, y a Juan Massoneau, e Isabel se había traído de Parma a José Cervi, 1663-1748. La medicina española del siglo XVII era dogmática y en la Universidad enseñaban textos de Aristóteles y otros griegos y romanos de la antigüedad, que no servían para nada en la práctica diaria de un médico. Enseñaban muchos textos de Aristóteles, aprendidos de memoria, y, por ejemplo, muy poca anatomía, y casi nada de física y química.
El eclecticismo.
Los novatores propusieron el avance en el saber como una “reforma”, y no como una ruptura, lo cual era más asimilable por los tradicionalistas. En medicina, se publicaron varios libros para demostrar que no había contradicción con las doctrinas antiguas de Galeno. Pero acabar con estudios antiguos falsos, mitos y supersticiones acumuladas, e introducir los nuevos conocimientos, era muy difícil, era mucho más que una “reforma”. Por un lado, la Universidad se resistiría todo el siglo XVIII a cambiar. Por otro lado, la necesidad médica hacía inevitable el cambio.
El terreno más difícil era el de las ciencias no aplicadas, como las matemáticas o la astronomía. La teoría heliocéntrica estaba expresamente prohibida por disposiciones de 1616 y 1633. El subterfugio de los novatores, a partir de ese momento, era rechazar el heliocentrismo como doctrina, pero reclamar “la conveniencia de su estudio como posibilidad”. Habían encontrado el eclecticismo como válvula de escape frente a la Inquisición. El eclecticismo era la postura común de todos los novadores españoles, actuando sobre la idea de que no se sometían a las ideas de un solo filósofo, sino que intentaban hacer compatibles a filósofos antiguos con pensadores nuevos, Aristóteles con Descartes pongamos por caso. La evolución normal de los novatores fue acabar en el probabilismo o en el escepticismo. Los eclécticos probabilistas de una teoría cualquiera, anunciaban, en contra de la opinión generalizada, una posibilidad, por remota que fuera, de que una teoría podía ser buena o podía tener aspectos interesantes. Los eclécticos escépticos mostraban que conocían las dos teorías y que no se inclinaban por ninguna, no se pronunciaban.
En el ámbito de lo religioso, surgió el llamado jansenismo español y a lo largo del XVIII surgiría el febronianismo entre algunas minorías. El “jansenismo español” no tiene apenas nada en común con el jansenismo, pero los conservadores llamaron jansenistas a los críticos del catolicismo, y así se quedó la denominación.
El jansenismo auténtico se debe a Cornelio Jansenio, 1585-1638, que escribió una obra tan polémica, que no fue publicada hasta 1640, dos años después de su muerte, pues iba contra el concilio de Trento. En lo teológico-moral defendía que había una “gracia suficiente” para evitar el pecado, que era útil en estado de naturaleza, pero ya no tras el pecado original, cuando el hombre vive atraído por las cosas mundanas y no goza de libertad suficiente para optar entre el bien y el mal. Para los nuevos hombres, es precisa la “gracia eficaz” que hace sentir repulsión por el pecado. En la práctica diaria, se declaraba contrario a los jesuitas porque éstos se decían independientes de los obispos, o con prelatura personal dentro de la propia orden religiosa.
El febronianismo se debe a Johann Nikolaus von Hontheim, alias Julius Febronius, que en 1763 defendió que el Papa debía tener menos autoritarismo y los obispos más libertad y autoridad frente a él, pues el Papa sólo es el primero entre iguales. Su doctrina fue condenada por Roma en 1764.
El conservadurismo en el siglo XVIII.
La Universidad del siglo XVII era teológico religiosa y seguía las normas emanadas del Vaticano, que casi siempre iban en contra de la nueva ciencia. Las teorías nuevas tuvieron que surgir fuera de la Universidad, en las tertulias, las academias, los laboratorios independientes.
La razón por la que la Universidad no estaba en vanguardia del saber era porque desde hacía tiempo ya no servía al saber, sino a los intereses nobiliarios y eclesiásticos: los nobles hacían que sus hijos estudiaran Derecho, único saber que les interesaba, y que estuvieran en los Colegios Mayores, desde donde se votaba la provisión de cátedras, lo que dejaba abierto el currículum a sus hijos, que inmediatamente, pasaban a la Administración o a la dirección de la Iglesia, y se disponían a ganar todo el dinero posible, lo único que les importaba. Por su parte, las facultades de Teología, no tan contaminadas por los nobles, estaban en manos de una Iglesia Católica conservadora por definición, enemiga de toda innovación desde el siglo XVI, y los jesuitas, partidarios de cierta renovación teológica con la doctrina Suárez, se enfrentaban a los dominicos y agustinos que eran ortodoxos tomistas. Los religiosos habían tomado la Universidad en las cátedras de Teología, y su afán era defender el catolicismo, importándoles menos la ciencia y los nuevos saberes. Se habían anclado en el siglo XVI. Con la expulsión de los jesuitas en 1767, el Gobierno se planteó la posibilidad de cambiar la enseñanza en España, pero era muy difícil, porque muchos de los colegios de enseñanza media eran religiosos y los profesores tenían ideas arcaicas, pesando la Inquisición sobre los que manifestaban ideas avanzadas diferentes, que sí los había, pero nadie manifestaba en público ideas que eran peligrosas. En cuanto a cambiar la enseñanza en los colegios de jesuitas expulsados, era imposible por falta de profesorado.
La Inquisición apenas actuó contra los novatores, ni contra los novatores probabilistas, ni contra los novatores escépticos. La censura mayor provino del Consejo de Castilla que se mostraba interesado en mantener la ortodoxia científica y religiosa. La Inquisición se ocupaba más de cuestiones religiosas y políticas, defensa de la doctrina oficial del Estado, cuidado de la moral y buenas costumbres y defensa frente a los ataques contra la propia Inquisición, cuestiones en las que no incurrían los estudiosos novadores.
El conservadurismo católico español reaccionó contra los nuevos movimientos religiosos y científicos utilizando el barroco como medio de comunicación al gran público. El barroco es un arte católico de reacción contra la preilustración y el deísmo, es un derroche de fantasía, lujo y dinero para demostrar que lo antiguo era mucho más valioso que los movimientos modernizadores. Tuvo su eclosión en 1700-1750 y se produjo en España, Italia y sur de Alemania, los países católicos. Evolucionó a rococó, o muestra rabiosa de esplendor católico, lo cual provocó, hacia 1750 el sentimiento de necesidad de analizar y racionalizar el arte, que es el neoclasicismo.
El barroco se expresó en palacios reales espectaculares, iglesias majestuosas, pintura veneciana de Tiépolo, música de Bach (muerto en 1750), de Haendel (muerto en 1754) y de Glück, cuyo Orfeo y Eurídice se estrenó en 1762.
Un tema complicado es el papel que jugaron los jesuitas, un doble papel, pues por un lado había entre ellos muchos cultivadores del saber racional e incluso científico, y por otra parte, se convirtieron en la punta de lanza del catolicismo contra los jansenistas, es decir contra los renovadores religiosos españoles.
Novatores en la época de Felipe IV y Carlos II.
En 1649-1665 encontramos interesado por la astronomía a Vicente Mut, 1614-1687, estudió humanidades en un colegio de jesuitas de Mallorca y abandonó la sotana al poco de ponérsela para ingresar en el ejército, y estudiar Matemáticas y Leyes. Se interesó por la historia, hagiografía y arquitectura, pero sobre todo por la astronomía. Leyó a Tycho Brahe, Kepler, Chistian Sörensen, Philips von Lansberg, Ismael Boulliau, Jean Dominique Cassini, Giovanni Battista Riccioli. Y escribió en 1649 De sole alfonsino restituto, investigando el tamaño del sol, y en 1666 Observationes mutium celestium, y Cometarum anni MDCLXV, en el que describe las posiciones de dos cometas de 1664 y 1665, concluyendo que su órbita debía ser elíptica. Fue maestro de Bernardo José de Zaragoza.
En el tema de las matemáticas, hay que decir que éstas estaban prácticamente desaparecidas en las Universidades de Salamanca, Alcalá y Valladolid, lo que significa que tampoco se sabía casi nada de astronomía. Las matemáticas se cultivaban un poco fuera de la Universidad, en escuelas de Cádiz, Palma de Mallorca, Valencia, en el Colegio de San Isidro de Madrid y poco más.
La gran diferencia de España con Europa, era que España se fundamentaba en estudiantes de gran memoria, y el sistema mismo se había enrocado sobre sí mismo haciéndose puramente memorístico, mientras Europa, a partir del siglo XVII, estaba intentando pasar a sistemas lógicos de pensamiento en los que la memoria sólo fuera una parte del saber.
Sólo mediante el razonamiento se podía superar a Euclides y la matemática grecorromana.
En España, solamente los jesuitas y las academias militares estaban intentando una enseñanza racionalizada y menos memorística, que incluía las matemáticas y ciencias naturales, lo que les dio gran fama y éxito en el XVII y XVIII hasta su expulsión.
Juan Caramuel Lobkowitz, 1606-1682, nació en Madrid, pero era hijo de un matemático luxemburgués y una mujer de Frisia. Estudió humanidades en Alcalá, y se hizo cisterciense, pero su padre le había enseñado desde niño matemáticas y astronomía, álgebra, logaritmos y trigonometría, y era capaz de compatibilizar el conservadurismo de Alcalá con las ideas de sus progenitores. Ejerció muchos cargos para su orden monástica y estuvo en Portugal, Bélgica, Escocia, Austria, Eslovaquia, Alemania e Italia, y conoció a Descartes y sus sistemas matemáticos y a Gassendi y sus ideas atomistas, así como a muchos matemáticos y astrónomos con los que gustaba conversar porque les entendía perfectamente. Por supuesto, rechazaba el saber escolástico tradicional como muy inferior a los nuevos conocimientos de la revolución científica. Pero Juan Caramuel se dedicó más a las ciencias humanas, la lengua, literatura e historia, y sobre todo estudió chino a fin de hallar un lenguaje que pudiera ser universal. Su valor principal, es que siendo monje y obispo, defendió los saberes nuevos. El defecto para España, es que estuvo casi siempre fuera y apenas influyó en España. Representa más bien el ambiente católico no español.
José Lucas Casalete, 1630-1701, estudió medicina en Zaragoza y en 1653 fue catedrático en esa Universidad, llegando en 1677 a la cátedra de Prima, donde criticó el galenismo y sus sangrías, abogando por métodos más modernos como la iatroquímica (curación por métodos químicos). En concreto, negaba que la fiebre fuera una “fluxión humoral” que había que echar del cuerpo mediante sangrías, y justificaba su posición diciendo que la fiebre era un problema de jugos orgánicos que coagulaban en la sangre y se podían tratar con productos químicos. En 1682-1683 fue denunciado ante la Inquisición y ésta pidió informes a las Universidades de Salamanca, Alcalá, Valladolid, Valencia, Barcelona, Lérida y Huesca, cuyos catedráticos de medicina y claustros condenaron a Casalete.
En 1657 apareció en Madrid al Academia Naturae Curiosorum, réplica de la homónima fundada en Schweinfurt en 1652 (también llamada Leopoldina por tener la protección del emperador Leopoldo), seguida de otras en varias ciudades de Europa, en las que se reunían grupos de médicos. En 1834 se convirtió en Academia de Ciencias Naturales y en 1921 en Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales.
Agustín Gonzalo Bustos de Olmedilla estudió medicina en Alcalá y también atacó a los galenistas porque se oponía a las sangrías. Era el último tercio del XVII.
Juan Nieto de Valcárcel también atacó a los galenistas y sus prescripciones de sangrías en el último tercio del XVII
Luis Aldrete y Soto, había viajado por Italia y había oído hablar de críticas a los galenistas y clásicos aristotélicos, y decidió hacer lo mismo en 1681-1683, sin demasiada base científica, pues todavía creía en la astrología y otros saberes irracionales.
Nicolás Francisco San Juan y Domingo, 1640-1687, estudió medicina en Zaragoza y se declaró escéptico, aceptando tanto a los galenistas como la circulación de la sangre de Harvey. Tal vez estaba asustado por la suerte de su maestro Casalete, pero adoptó la actitud más típica de los primeros novatores, no discutir.
Francisco de Elcarte, estudió medicina en Zaragoza y también fue discípulo de Casalete, como San Juan y Domingo. Ejerció como médico en Pamplona y en 1687 escribió Statera medicinae, defendiendo la iatroquímica. Su notoriedad le viene sin embargo por otro camino, por atacar a su compañero Francisco San Juan y Domingo por no haberse comprometido éste con las nuevas ideas médicas.
Como conclusión primera, observamos que hubo en Zaragoza un círculo médico dispuesto a aceptar los nuevos saberes de medicina. El Círculo de Zaragoza destacó en las nuevas ideas sobre medicina, y la novación era que aceptaban la curación del enfermo por medio de remedios químicos, la iatroquímica, cuyo nombre se debe a Iatros-Apolo, dios de los médicos griegos clásicos. La Iatroquímica se oponía a la medicina hipocrática galénica de eliminación de humores de la sangre, la bilis, la linfa[1] y la flema, a través de los vómitos, diuresis, sangrías y otras evacuaciones que practicaba la medicina tradicional.
En medicina, a principios del XVIII, Valencia y Zaragoza expedían títulos con cierta dignidad en el hecho de otorgarlos, y ello les daba el prestigio suficiente como para tener 209 alumnos la primera y 230 la segunda.
En 1673, Isaac Cardoso, 1603-1683, publicó en Venecia su obra “Philosophia libera in septem libros distributa, in quibus omnia quae ad philosophum naturalem spectant, metodice colliguntur et accurate disputantur. Opus non solum medicis et philosophis, sed omnium disciplinarum studiosis utilisimun” (Filosofía libre distribuida en siete libros, en los cuales se encuentran metodizadas todas las cosas que los filósofos naturales esperan y sobre las que discuten. Obra útil no sólo a médicos y filósofos sino a estudiosos de todas las disciplinas). Isaac era hijo de judeo conversos portugueses que en 1610 se instalaron en Medina de Rioseco, haciendo llamar a su hijo, por razones obvias, Fernando Cardoso, en vez de Isaac. Estudio filosofía en la Universidad de Salamanca y también se interesó por la medicina y en 1624 fue catedrático de filosofía en Valladolid. En 1648 huyó con su familia a Venecia, y ya se hizo llamar Isaac Cardoso. En su libro Philosophia libera…, ataca las ideas aristotélicas de substancia y de materia prima y se declara atomista. Expone ideas de Descartes, Gassendi, Maignan, Beligardo, Santo Tomás, Francisco Suárez, Francisco de Oviedo, Pedro Hurtado de Mendoza, Gabriel Vázquez… y demuestra conocimientos de cosmología, fisiología, anatomía, física, medicina y ciencias naturales, aunque niega la posibilidad del heliocentrismo. Se valió del eclecticismo para no dar la cara, y su obra, tal vez por estar escrita en latín, no fue prohibida por la inquisición y se leyó en Italia y España.
Bernardo José Zaragoza Vilanova, 1627-1678, estudió en Valencia y se interesó por la matemáticas, y más tarde, en 1651, se hizo jesuita y enseñó en varios colegios jesuitas de Calatayud (enseñó retórica), Mallorca (enseñó artes), Barcelona (enseñó teología y filosofía) y Valencia. Diego Mexía Felípez de Guzmán y Dávila, I marqués de Leganés y virrey de Cataluña en 1645-1648, quiso que José Zaragoza le enseñase matemáticas, y ello le obligó a estudiar esa materia. El marqués le recomendó en Madrid para profesor de matemáticas, y en 1670 fue nombrado profesor del Colegio Imperial de Madrid, lo que le obligó a estudiar las matemáticas a fondo. Hizo buenos progresos y llegó a dominar el álgebra, geometría, trigonometría y algo de astronomía, conociendo el heliocentrismo y la trayectoria de los cometas. Tuvo por alumnos a matemáticos como Felipe Falcó Benachoaga y Juan Bautista Corachán, y también al rey Carlos II. Escribió un libro de texto, Aritmética Universal, renunciando a seguir a Descartes y a Fermat, los matemáticos más avanzados de su tiempo que seguramente conocía, pero prefirió seguir a Euclides. En 1675 publicó Esfera en común, celeste y terráquea, en el Colegio Imperial de Madrid, libro que introducía en España la posibilidad del heliocentrismo. En este texto, Zaragoza Vilanova hizo verdaderas piruetas estilísticas para hablar de la astronomía moderna sin citar ni una sola vez a los astrónomos modernos, que estaban condenados por la Inquisición. La lectura de su obra nos induce a creer que conocía a Copérnico y el heliocentrismo, pero no podía hablar sobre ello. Este hombre es un nexo entre los novatores de Zaragoza, Valencia y Madrid, cuyas escuelas de novatores no estaban separadas, y también un nexo entre el catolicismo cerrado y los católicos novatores. En 1678 se estaba interesando por la arquitectura, cuando murió. El padre Zaragoza es tenido por el mejor profesor de matemáticas de San Isidro, pues otros, como Manuel de Campos 1681-1737, Carlos de la Reguera 1672-1742, o Gaspar Álvarez 1704-1759, Pedro Fresneda y Juan Ubingen, eran de estos matemáticos de segunda fila.
Crisóstomo Martínez, 1638-1694, dibujante y grabador que se propuso un estudio anatómico del cuerpo humano y lo empezó un Atlas Anatómico en 1680 en Valencia. Se trasladó a París en 1686 y entró en contacto con Joseph Guichard du Verney, de la Academias de Ciencias de Francia, el cual le enseñó el manejo del microscopio. Estudió osteología, tanto la embriología del hueso como el aspecto del mismo al microscopio, y lo dibujaba y hacía planchas de sus observaciones. Llegó a conocer muy bien el esqueleto humano. En 1690 salió de París y se desconoce su vida a partir de entonces.
Entre los primeros en preocuparse por la renovación científica española estuvo Juan José de Austria, hacia 1677, cuando creó la Junta de Comercio y Moneda y envió españoles al norte de Europa a aprender nuevas tecnologías.
En 1692 sabemos de otro estudioso que estaba al día en los saberes de física: En 1681 se fundó el Colegio de San Telmo en Sevilla para revitalizar la náutica española, y Antonio de Gastañeta Iturribálzaga, 1656-1728, comunicaba, en 1692, los adelantos ingleses y franceses, respecto al termómetro, corrección del reloj según la temperatura ambiente, estado absoluto de atraso o adelanto sobre el tiempo medio, diferencia entre el tiempo medio y el verdadero, y correcciones a hacer en cada situación. Estaba pues al día en cuestiones de física y, tal vez, de astronomía.
Antonio Hugo de Omerique, 1634-1698?, escribió en 1698, en Cádiz, Análysis Geométrica, sive nova et vera methodus resolvendi tam problemanda geométrica quam arithmetica quaestiones, tratando de aritmética y trigonometría. Había estudiado en Cádiz en el colegio de los jesuitas y había conocido al checo jesuita Jacub Kresa, que le introdujo en las teorías de Euclides y el dio a conocer la aritmética, trigonometría y astronomía de Newton. Su Analysis Geométrica… fue muy apreciada en Europa.
Vincencio Juan de Lastanosa, 1607-1681, vivió en Huesca y fue Prior de Jurados, Diputado del Reino de Aragón y Gentilhombre de Cámara de Carlos II. Coleccionó de todo: libros, pinturas, esculturas, grabados, monedas, medallas, camafeos, piedras preciosas, mapas, fósiles, armas, máquinas… y se comunicó con Francisco Filhol de Toulouse, y con el alemán Athanasius Kircher que estaba en Italia. Conocía el heliocentrismo y poseía microscopios y telescopios.
Francisco José de Artiga, 1650-1711, fundó la cátedra de matemáticas en la Universidad de Huesca e hizo de arquitecto para el edificio de dicha Universidad.
Sebastián Durón, 1660-1716, fue organista de la Capilla Rea para Carlos II en 1691. En 1696 compuso una zarzuela titulada Salir al amor del Mundo, en la que empezaba a introducir el gusto italiano. Fue organista de la Corte en 1702. En 1706 se exiliaría a Francia tras haberse declarado austracista. En 1710 compuso la ópera La Guerra de los gigantes.
En el tema de la historia, es de especial relevancia la obra de Nicolás Antonio, 1617-1684. Nicolás Antonio había estudiado Artes y Cánones en Sevilla y se interesó en principio por la biblioteca del monasterio benedictino regido por fray Benito de la Serna. En 1651 pasó a Madrid. En 1654 fue a Roma, como miembro de la Inquisición, y se puso a indagar en la Biblioteca Vaticana todo lo que había de autores españoles. Compró todo tipo de manuscritos con que se topaba, y llegó a empobrecerse por tantas compras, pues reunió unos 30.000 manuscritos. Editó en Roma Biblioteca Hispana Nova, en 1672, con las publicaciones entre 1500 y 1672, y también escribió Biblioteca Hispana Vetus, (publicada en 1696, después de su muerte) con las publicaciones desde Augusto a 1500, publicada en Roma en 1696, 12 años después de su muerte. De regreso a Madrid se puso en contacto con otros eruditos bibliógrafos, y juntos hicieron un catálogo impresionante de libros. Tanta acumulación de libros, originó la necesidad de criticar para separar lo bueno de lo malo, labor que inició Nicolás Antonio, pero continuaron otros muchos. Pero la obra más polémica de Nicolás Antonio fue la Censura de Historias Fabulosas, en la que critica la obra del jesuita Román de Higuera, quien había inventado historias de santos, historias de fundaciones de iglesias e historias de linajes de algunas familias. El punto clave del escándalo fue cuando negó al venida a España de Santiago apóstol, lo que hizo intervenir a la Inquisición.
Otros novatores que renovaron la historia, haciendo una historia crítica fueron:
Gaspar Ibáñez de Segovia, marqués de Mondéjar. Disertaciones eclesiásticas, en las que criticó las fábulas de los cronicones.
Los benedictinos de Valladolid, los cuales recibían sus ideas del monasterio de Saint Germain des Pres de París.
José Sáenz de Aguirre, cardenal. Collectio Maxima Concilliorum Hispaniae, 1693-1694.
Juan Lucas Cortés, 1624-1701, nacido de padre flamenco, estudió en los dominicos de Sevilla y más tarde en el San Bartolomé de Salamanca. En 1744 fue a Flandes y se interesó por la historia y las lenguas. Luego ejerció en Sevilla hasta que en 1665 se trasladó a Madrid a continuar su carrera política.
En 1686 tenemos noticias de un personaje que ya podemos calificar de ilustrado, Francisco Gutiérrez de los Ríos y Córdova, 1664-1721, III conde de Fernán Núñez, el cual escribió en Bruselas El hombre práctico o Discursos sobre su conocimiento y enseñanza, 61 ensayos en los que habla de magia, medicina, poesía, historia, y otros muchos temas. Constataba que la sociedad española estaba plagada de supersticiones e ignorancia, y que los eruditos españoles cultivaban falsos saberes como la astrología y el aristotelismo, porque el verdadero saber se atiene a las cosas físicas, reales y racionales. Propuso el racionalismo de Descartes y el estudio de la naturaleza al modo en que lo hacía Gassendi.
En este último tramo del siglo XVII, los novatores empezaron por denunciar el aislacionismo español: Juan de Cabriada, 1665-1714, escribió en 1687 Carta filosófica-médico-chymica, defendiendo el uso de remedios químicos como el antimonio y la quina. Exponía doctrinas de Paracelso (1493-1541), Van Helmont (1577-1644), Franciscus Silvius (1614-1672), y Thomas Willis (1621-1675), demostrando que la ciencia médica había avanzado mucho en los últimos 200 años y había que ponerse al día. Se le considera un punto fuerte de los novatores en los campos de la medicina, iatroquímica y biología, y su tema más relevante era la circulación de la sangre de Harvey, tema en el que los tradicionalistas rayaban el ridículo con su teoría del “septo interventricular”. El septo interventricular era un conducto o agujero entre los dos ventrículos del corazón que nadie había visto nunca, pero que era dialécticamente necesario para explicar la circulación de la sangre y por ello nadie dudaba de su existencia, aunque era preciso decir bobadas como que se ocultaba cada vez que alguien quería verlo. La cabeza de sus enemigos era Matías García, -1691, catedrático de medicina en la Universidad de Valencia, que acusaba a Cabriada de pervertir muchos preceptos que necesariamente había que asumir como verdaderos. Juan de Cabriada nació en Valencia, pero se trasladó a Sevilla en donde, en 1697-1700, fue uno de los fundadores de la Real Sociedad de Medicina y Otras Ciencias. Juan de Cabriada, fue el español que polemizó más abiertamente con los médicos escolásticos seguidores de Galeno, que todavía prescribían sangrías.
López Piñero cree que el introductor de la química moderna en España fue el médico Giovanbattista Giovannini (Juan Bautista Juanini), 1636-1691, un protegido de don Juan José de Austria. Este hombre estudió medicina en Pavía y ejerció como médico en Milán, donde le encontró Juan José de Austria en 1667 y le puso a su servicio hasta su muerte en 1679. Ejerció en Zaragoza y en Madrid y comunicó sus ideas a José Lucas Casaleta, de Zaragoza, a Joan d`Alós, de Barcelona, y a otros, e hizo disecciones en Madrid, Salamanca y Zaragoza. Se relacionaba por correspondencia con Francisco Bayle, catedrático de Toulouse, -1698, y con Raymond Vieussens[2], 1635-1715, neuroanatomista de Montpellier autor de Neurographia en 1685 y con el italiano Francisco Redi[3]. En 1679, Juanini publicó Discurso Político y Physico en el que hacía un estudio iatroquímico de las substancias que impurificaban el aire de Madrid, y sus consecuencias higiénicas. No tuvo mucho éxito en Madrid, porque los seguidores del difunto Juan José de Austria estaban a la baja en política. Giovannini, o Juanini, conocía las obras de Thomas Willis[4], François de le Boe[5], Silvius y John Mayer. Estudiaba el sistema nervioso, del que describió una buena parte, la fiebre como síntoma de otras enfermedades y males, y el mecanismo de acción de la quina.
La iatroquímica explicaba que la esencia motriz de los cuerpos radicaba en la combinación de sales de ácido y de álcali, e investigaba las propiedades y reacciones de dichas materias y, en concreto, la fermentación. Los álcalis son óxidos, hidróxidos y carbonatos, en forma sólida, líquida o gaseosa, propios de los metales alcalinos (litio, sodio y potasio como los más conocidos), caracterizados por quemar la piel al contacto, pues destruyen los tejidos humanos porque disuelven la grasa. Explicaban el proceso de la respiración en la teoría del “espíritu nitroaéreo”. Era un intento especulativo y experimental de explicar el funcionamiento del cuerpo humano por procesos mecánicos y químicos, sin necesidad de espíritus interiores ni de fuerzas incontrolables exteriores al mismo.
Los iatroquímicos defendían que se podían fabricar en el laboratorio substancias iguales a las que existían en la naturaleza, y en el caso de la medicina, a las que existían en un cuerpo sano y que se deberían aportar desde fuera cuando enfermaba. Ello era considerado como un ataque al saber tradicional y al aristotelismo. Las formas substanciales de Aristóteles eran permanentes y naturales, existían sólo en la naturaleza y no podían ser creadas por el hombre. Cada vez que la medicina iatroquímica avanzaba y ponía de manifiesto que curaba de hecho enfermedades, se iba poniendo en duda la doctrina de Aristóteles. En el último cuarto del siglo XVIII, Aristóteles estaba depreciado, y sólo las Universidades se esforzaban en mantenerle vigente como teoría. Los ambientes profesionales estaban ya en el campo e la ciencia moderna.
En 1693 se hizo un intento infructuoso de renovar la medicina española[6] creando el Real Laboratorio Químico en Madrid. La experiencia es significativa de la realidad española: el rey Carlos II estaba enfermo y de vez en cuando padecía fiebres altas que la Real Botica no sabía combatir. La Real botica había sido creada por Felipe II en 1594. En 1689, el nuevo Boticario Mayor, Juan Moya Salazar, había encontrado la Real Botica en estado lamentable y pidió una renovación. En 1693 se había dado la circunstancia de que enfermara el Sumiller de Corps, duque del Infantado, un conservador, y fuese sustituido interinamente por el Conde de Monterrey, un novador, al tiempo que Carlos II había empeorado mucho y pedía cualquier remedio, aunque fuese químico y moderno. Pero en España no había boticarios expertos en medicinas modernas y se llamó a los napolitanos Vito Cataldo, Juan Bautista Pizzi y Nicolás de Criscenso. A la muerte del duque del Infantado, se nombró nuevo Sumiller de Corps al duque de Benavente, que resultó cercano a los novatores. Y empezaron las dificultades: el Protomedicato se empeñó en que los napolitanos fueran examinados, aunque luego se les dispensó, y el personal de la Real Botica se negó a asistir a clases de los napolitanos. Para salir del impase, el Conde de Benavente llamó a Dionisio Cardona, médico napolitano de la Universidad de Salerno, que era médico de la reina madre, para que diera una solución. Cardona manifestó que en Europa había muchos adelantos médicos, se conocían hierbas, minerales y vegetales, y anatomía y fisiología para saber en qué lugar del cuerpo actuar, y se disponía de laboratorios que hacía medicinas nuevas. Cardona propuso crear una cátedra de Botánica, recoger minerales por toda España, crear el Laboratorio Químico gestionado por iatroquímicos (con llave para no ser molestados por los galénicos), dar clases semanales a los empleados de la Real Botica, vender medicinas al público en general, y cerrar el Laboratorio de Destilación de Aranjuez. Y el 21 de septiembre de 1694 se decidió abrir el Laboratorio Químico, nombrando directores del mismo a Andrés Gámez y Dionisio Cardona. Gámez era médico de cámara de Carlos II, examinado por el Protomedicato, pero que había estado en Nápoles y podía servir de enlace entre conservadores galénicos y novatores iatroquímicos. Al Laboratorio Químico no se dotó de espacios ni de dotación presupuestaria, y los italianos se cansaron de tantas intrigas palaciegas y se volvieron a su tierra en 1697 y 1698. Cataldo fue sustituido como Director del Real Laboratorio Químico por Juan de Bayle, boticario aragonés galénico y espagírico (conservador). En 1698, llegó de Nápoles Roque García de la Torre, un charlatán que prometió un remedio secreto, elixir de la eterna salud y método para convertir los metales en oro. Se aceptó a Roque y se le dotó de dinero y un espacio en la calle Leganitos, pero Roque no encontró el fabuloso remedio y fue despedido en septiembre de 1699. Juan de Bayle no hizo nada para renovar la medicina y farmacopea española y el Laboratorio Químico fue un fracaso, aunque permaneció abierto hasta 1723.
Otros antecedentes de los novatores son las tertulias de Madrid. Hacia 1697 funcionaban:
La tertulia madrileña del marqués de Mondéjar, (Gaspar Ibáñez de Segovia Peralta y Cárdenas, 1628-1708, consorte de María Gregoria de Mendoza, IX marquesa de Mondéjar). El marqués había reunido una biblioteca de cerca de 6.000 títulos, y era crítico de las falsas creencias introducidas en los relatos históricos. Su tertulia funcionaba hacia 1680. Su biblioteca fue la base de la Biblioteca Real.
La tertulia de Juan Lucas Cortés (sevillano de familia originaria de Flandes, que había pasado varios años en Flandes y se había trasladado a Madrid en 1665).
La tertulia madrileña del duque de Montellano que tuvo como asistentes a Nicolás Antonio, al médico Diego Mateo Zapata (1664-1745) autor de Ocaso de las Formas Aristotélicas.
Tertulia del conde de Salvatierra.
Tertulia del duque de Villablina.
Tertulia del conde de Montehermoso.
Tertulia de Florencio Keli, cirujano de Carlos II.
Tertulia de Gabriel Álvarez de Toledo, 1662-1714, bibliotecario de Felipe V, experto en lenguas antiguas y modernas.
En 1693 se publicó en Valencia la Metaphysico Lógica seu disputationes in Logicam et Metaphysicam iuxta methodum valentinum distributae, de Jaime Servera.
En 1697 se había creado en Sevilla la Regia Sociedad de Medicina y Otras Ciencias, otorgándole ordenanzas en 1700 Carlos II. La Regia Sociedad tenía origen en una “tertulia médico-chímica, anatómica y matemática” que se reunía en casa del doctor Juan Muñoz Peralta. La Regia Sociedad hacía cada año al menos tres sesiones de anatomía en hospitales, utilizando humanos, y si no los había animales. Sus socios debían ser estudiosos de la cirugía y la farmacia. Felipe V se declaró protector de la Regia Sociedad en 1736, pidiéndola que investigara el origen de las epidemias y su tratamiento, y analizar los aires, las aguas, los alimentos y los terrenos de España.
La tarea encomendada a la Regia Sociedad era demasiado ingente. En el proyecto cabía que otros muchos grupos se sumaran a ello, y así se sumó un grupo madrileño en 1732, y un grupo de Barcelona en 1790. También surgieron tertulias en Cartagena, Jaén, Málaga, Cádiz, y Palma de Mallorca.
La creación de la Regia Sociedad de Medicina y Otras Ciencias, dio lugar, como no podía ser de otro modo, a una polémica entre la Regia Sociedad y la Universidad de Sevilla. La polémica empezó cuando en 1698, Salvador Leonardo de Flores publicó un libro defendiendo las nuevas ideas farmacológicas a propósito de las calenturas. Alonso López Cornejo catedrático de la Universidad de Sevilla, ya jubilado en 1698, empezó la discusión. López Cornejo defendía que no era bueno usar sistemáticamente remedios químicos, que eran antinaturales. Más tarde, en el transcurso de la polémica, negó las teorías de Harvey y de todos los modernos, en el argumento de que no habían descubierto nada, sino que todo estaba en el saber de los médicos antiguos. La polémica se extendió a media España y duró hasta mediados de siglo.
En 1700, Juan Ordóñez de la Barrera, que había sido militar y luego fue sacerdote, se hizo médico cirujano, en 1697 asistía a las tertulias de la Veneranda Tertulia Hispalense y defendió la nueva medicina espagírica (con los nuevos remedios químicos), e insistió en 1701, encolerizando a algunos partidarios de Galeno y Aristóteles, profesores de la Universidad.
[1] La linfa es un líquido transparente, rico en lípidos y glóbulos blancos, muy abundante en el cuerpo animal, que va contenido en los vasos linfáticos capilares que drenan el espacio intercelular hacia las venas subclavias. Su manifestación más evidente en la vida corriente se produce cuando un golpe obstruye el vaso linfático, y entonces se produce edema.
[2] Raymond Vieussens, 1635-1715, había estudiado en Montpellier y dedicó sus esfuerzos a conocer el corazón, el cerebro y la médula espinal. Descubrió la función del ventrículo izquierdo y varios vasos del corazón.
[3] Francesco Redi, 1626-1697, hizo estudios primarios con los jesuitas de Arrezzo, y de medicina en Pisa, demostrando a partir de 1649 que los insectos no nacen por generación espontánea, puesto que en vasos cerrados no nacen. Estudió la mordedura de serpientes y la parasitología.
[4] Thomas Willis, 1621-1675, era un inglés estudioso de la anatomía, fisiología y neurología, que observó el cerebro humano, el de los pájaros y el de los peces y llegó a la conclusión de que las estructuras cerebrales se corresponden con funciones cognitivas precisas. Estudió medicina en 1642 en Oxford, y en ese año se trasladaron a vivir en Oxford Carlos I y su médico William Harvey, quien dejó muy impresionados a los alumnos. En 1646, Willis obtuvo su título de bachiller en medicina, y fue el mismo año en que triunfaron los puritanos y expulsaron de sus cátedras a los tradicionalistas galénicos e impusieron las corrientes científicas modernas lo cual significaría que Oxford pasase de una mediocridad a una Universidad respetable. Entonces se conoció el paracelsismo iatroquímico y la iatroquímica ecléctica de la mano de John Wilkins, John Wallis, William Petty y Robert Boyle. Estos profesores admitían la iatroquímica y el atomismo de Pierre Gassendi. En 1665, Willis se trasladó a Londres y en 1667 ingresó en la Royal Society. Willis estudió la digestión como un proceso en el que las subtancias gaseosas y líquidas (spiritus et aqua) de los alimentos pasaban directamente a la sangre, y las substancias sólidas (sulphur, sal et terra) eran fermentadas por el quilo para aprovechar al máximo sus propiedades. Estudió la fiebre como una fermentación desordenada que alteraba varias formas del organismo y que era síntoma de que algo funcionaba mal. Estudió los fármacos distinguiendo eméticos, purgantes, diuréticos, diaforéticos, aportando que lo importante era saber a qué parte del organismo afectaban y dónde actuaban para bien del enfermo.
[5] Franz de Boe, 1614-1672, era un alemán que vivió casi toda su vida en Holanda y firmaba a veces como Franciscus Silvius. En 1658 fue profesor en Leyden y fundó la Escuela de Iatroquímica de Medicina. Estudió la digestión, los fluidos orgánicos, el sistema circulatorio y el cerebro humano.
[6] Rey Bueno, María del Mar, y Alegre Pérez, María Esther, El Real Laboratorio Químico, 1693-1700. En Internet.