ORIGEN DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS ESPAÑOLES.

 

Los grupos políticos isabelinos, no pueden ser calificados exactamente de partidos antes de 1848, pues carecían de un programa conciso, de listas de afiliados, de cuotas para el sostenimiento del partido, y de disciplina de partido. Pero, puesto que estaban juntos en la intención de conseguir el Gobierno, los vamos a llamar partidos desde estas fechas de 1832-1835. El tema es discutible, pero lo adoptaremos metodológicamente a fin de entendernos mejor.

Desde 1833, los grupos políticos se fueron nutriendo de gentes de distintas procedencias. Tenían un programa tácito, que deducimos de sus intervenciones, pero no podemos afirmar con exactitud que tuvieran programa. Eran “casi” un partido político, pero no lo eran todavía en puridad.

No podemos hablar exactamente de partidos políticos como ocurría en Gran Bretaña, donde ya habían llegado a concretar sus aspiraciones y a pulir sus programas de acción política.

Además, para esta época, Gran Bretaña tenía asociaciones obreras, legalizadas en 1825, e ilegales mucho antes. Las primeras asociaciones obreras legalizadas habían sido las Trade Unions. Las Trade Unions se habían desarrollado ampliamente a partir de 1829 gracias al apoyo de Robert Owen que constituyó una asociación llamada Great Trade Unions que era ya un sindicato de distintos oficios que defendía derechos laborales de los obreros. El Gobierno británico se asustó de la transcendencia que estaba adquiriendo el movimiento obrero y lo ilegalizó, ilegalizó las federaciones de sindicatos, lo cual dio lugar al cartismo en la década de los cuarenta y hasta 1848, pidiendo reformas políticas a favor de los obreros. Después de 1848, el Gobierno británico persiguió a los obreros, excusándose en la violencia que provocaban, y el movimiento obrero decayó.

La explicitación de puntos de un programa político se hizo necesaria en la segunda mitad del siglo XIX: En 1847 había publicado Marx el Manifiesto Comunista, anunciando otro tipo de socialismo distinto al tradicional, basado en razonamientos y no en sentimientos y tradiciones, al que llamó “socialismo científico”. Pero los razonamientos se hicieron esperar hasta la publicación de El Capital en 1867. El programa de los partidos políticos no es fácil de concretar, porque eran cambiantes y a menudo dependían de la personalidad de cada líder.

Los exaltados españoles, o progresistas más tarde, no podían redactar un programa porque no tenían una idea exacta del liberalismo que defendían. En 1836, Agustín Argüelles llamaba a la unidad de todos los liberales y decía que no podía haber diferencias entre ellos, pues el enemigo era el absolutismo. Con ello, en primer lugar denotaba las múltiples opiniones existentes dentro del partido, y además, todavía no entendía que las diferencias de opinión eran la esencia del liberalismo que él decía defender.

Todos los liberales elaboraron programas más bien a la contra de sus enemigos políticos:

Los exaltados de 1822, o progresistas de 1837, despreciaban a los moderados y pensaban que sólo los progresistas eran verdaderamente liberales, y que los moderados sólo eran gentes no consecuentes, que no evolucionaban hacia las verdaderas posiciones del liberalismo (las suyas progresistas) por intereses espurios.

A su vez, los moderados no aceptaban a los progresistas porque consideraban que éstos sobrepasaban los límites de lo correcto, provocando desórdenes públicos porque no eran capaces de sostener sus ideas en un Parlamento. Los moderados pensaban que su versión del liberalismo era mejor porque entregaba el Gobierno a los más capaces, a los que habían demostrado saber ganar dinero o tener capacidades intelectuales, porque evitaban la llegada al Gobierno de arribistas y revoltosos que sólo pretendían servirse de la política para sus propios fines, colocarse, o tener influencia sobre las masas.

 

 

Ideologías políticas españolas del XIX.

 

En España había pocos pensadores políticos. Por ello, ningún partido tenía ideas claras sobre política exterior y doméstica. Solían contentarse con mantener lo existente y los planteamientos prácticos solían ser parecidos, gobernase quien gobernase, se llamasen moderados, progresistas, demócratas o republicanos.

En ello influía la falta de estadistas de valía con liderazgo. Lo normal era que gobernara un militar y, a veces, un militar que ni siquiera había pasado por un sistema de estudios. De ello se deducían sistemas de Gobierno sin iniciativas y con ansia de autojustificación. Se echaba mano de tópicos como “espíritu europeo”, “sentimiento nacional” o “amistad entre las naciones”.

Eran frecuentes los políticos sin formación teórica suficiente que les permitiera una evaluación correcta de los intereses generales de España en materia económica, comercial, industrial y bancaria. Los dirigentes en España se aferraban a ideas equivocadas y los embajadores de España en el extranjero identificaban los intereses de la gran burguesía con los de España.

Se dependía demasiado del pensamiento extranjero, francés y británico, sin conocer a fondo los idiomas en que las obras habían sido escritas, lo cual llevaba a depender de traducciones. Y en las embajadas se dependía demasiado del informador contratado para traducir, lo cual creaba realidades ficticias, alejadas de la realidad. La salida era recurrir a tópicos como el de “los pueblos latinos”, “el equilibrio europeo” o “el statu quo”.

Los diplomáticos, encargados de observar el pensamiento español y el extranjero, tenían unas muletillas aprendidas, distintas según el partido político en el que militasen. Los moderados en concreto, los que más tiempo gobernaron, eran doctrinarios y su postura tradicional era el eclecticismo. Trataban de copiar ideas de Guizot, Cousin y Royer-Collard, y se solían quedar con los tópicos de “idea de Europa”, “defensa del equilibrio europeo entre las naciones”, “necesidad de un orden internacional compatible con el nacionalismo” y “la marginación a que nos tenían sometidos a los españoles”. No había pensadores de altura, sino recurso a lecturas de teóricos extranjeros mal asumidas.

El absolutismo había defendido en política exterior ideas más claras que las que tuvieron los liberales: solidaridad entre los pueblos europeos, apoyo a los intereses dinásticos y defensa de la razón de Estado.

Frente al absolutismo, los liberales hablaron de conciencia de comunidad europea como sentimiento de amistad entre los pueblos y los Gobiernos de Europa. Los moderados identificaron europeísmo con civilización, y decían que Europa tenía una tradición histórica común, una cultura en común, que se basaba en el equilibrio y la coexistencia entre naciones. Odiaban los cambios de fronteras producidos por la fuerza porque todo cambio produce conflictos internos e internacionales. Admitían que los sistemas políticos liberales eran más frágiles que los absolutistas, porque propiciaban más alteraciones económicas y sociales que nunca se sabía hasta dónde iban a llegar. Por eso, para los moderados era fundamental el orden, la paz y el equilibrio entre potencias. Eran liberales porque decían que el orden debía ir hermanado con libertad. Estaban convencidos de que los problemas europeos nunca eran ajenos a ningún Gobierno europeo, por lejos que se estuvieran produciendo, porque siempre acababan repercutiendo en el resto de Europa. Era el caso de Grecia, Brasil, Bélgica, Italia en sus relaciones con El Vaticano, Alemania con sus problemas de unión o federación.

Pero España interpretaba esta solidaridad europea en su propio beneficio, diciendo que las demás naciones estaban obligadas a ayudar a España en sus problemas, internos y externos. Esta actitud desencadenaba un nuevo problema, pues había un sentimiento general de rechazo a la intervención de fuerzas extranjeras en territorio español, y los gobernantes de turno que necesitaron ayuda exterior recurrieron a la idea de que había valores superiores a defender, tales como el orden social, y la civilización, lo cual justificaba esas intervenciones. De todos modos, se procuraba callar que había intervenciones: en la Guerra de la Independencia, muchos autores callaban la intervención británica, y ocultaban rotundamente la intervención de ejércitos portugueses en Arapiles, Burgos y Vitoria.

El principio dominante en las relaciones exteriores de España era el de “benevolencia con todas las naciones, amistad con alguna, intimidad con ninguna”, frase de Martínez de la Rosa, y la conclusión era adoptar siempre políticas de neutralidad. Sólo en 1856-1866, los puritanos apoyaron políticas de fuerza en el exterior y paz en el interior, idea originaria de Donoso Cortés, pero escogieron unos objetivos imposibles de sostener.

 

 

Relaciones entre los partidos isabelinos.

 

Las minorías de dirigentes políticos aparecían como irreconciliables y se enredaban en discusiones teóricas, que criticaban fácilmente las actuaciones de sus adversarios bajo el prisma de un modelo más o menos utópico de su realidad, un modelo intocable, irreconciliable con cualquier idea del contrario, que consideraba flaqueza escuchar las razones del contrario, maniqueo que sólo veía el bien propio y el mal ajeno y todo estaba radicalmente bien o radicalmente mal, y si alguno lo negaba estaban dispuestos a defender sus paranoias en duelo a pistola.

En estas condiciones, la política propiamente dicha era imposible, el diálogo entre posturas diferentes no era contemplado como posibilidad, el turno pacífico y legal de partidos era imposible. Y la forma de acceder al poder era una intriga palaciega, un golpe militar, unos desórdenes en la calle, la violencia en último término, para llegar ante la Reina y decirle que era culpa del gobernante de turno, al cual había que sustituir. Y entonces se actuaba de la forma menos democrática posible: se elegía primero al gobernante, éste elegía a sus colaboradores de Gobierno, y se pedía a la Reina disolución de Cortes para que hubiera unas elecciones hechas a la medida del nuevo gobernante, con ley electoral a la medida y caciquismo utilizado en el sentido conveniente al equipo de Gobierno.

Y cuando la Reina vio que los progresistas se inclinaban por opciones republicanas, no tuvo más remedio que hacerse amiga de los moderados. Entonces los progresistas sólo tenían opción de gobernar cuando utilizaban la fuerza y fueron identificados con la violencia.

A su vez, si analizamos cada uno de los partidos o grupos que accedían al poder, también vemos que eran un montaje extraño: El bipartidismo era una apariencia. Cada grupo estaba integrado por múltiples facciones, y en realidad, cada individuo que se sentía capacitado para ejercer el poder hacía su grupo político personal y se encajaba dentro del partido moderado o del progresista, según le conviniera. Nadie tenía convicciones profundas y sólo servían a la finalidad de llegar a gobernar. Las diferencias entre muchos de esos líderes de facciones políticas eran mínimas, a menudo un solo punto muy concreto, pero ellos se empeñaban en considerarlas irreconciliables y en mantener la necesidad de su liderazgo. Y el personalismo era la característica de toda la política, de modo que cada grupo moría con su líder, pero surgían muchos más por doquier.

Los partidos políticos españoles estaban plagados de contradicciones:

Los progresistas, a pesar de sus discursos y propaganda, hicieron la Desamortización no según las ideas que propagaban, sino según sus intereses como clase social, incluso cuando ello era lo contrario de lo que decían. Pero mantener el grupo era lo más importante, pues podían desaparecer. Por eso las desamortizaciones propiciaron el latifundismo y no el reparto de la propiedad como defendían de palabra. Los objetivos de las desamortizaciones fueron beneficiar a los particulares, a los municipios, al Estado, de modo que pudieran realizarse inversiones en obras públicas que afianzasen el régimen liberal. Pero si leemos bien estas ideas, entenderemos que la transferencia de la propiedad no beneficiase a las unidades de producción pequeñas ni crease una clase media de campesinos, sino que se benefició a la clase sustentadora del partido a la que se dio posibilidad de adueñarse de propios, baldíos y comunales, en deterioro de las clases más pobres, las cuales tuvieron que abandonar masivamente los pueblos.

Balmes criticó las contradicciones de los moderados: estaban en contra del desorden social, pero consideraban necesaria la rebelión para conseguir el poder; defendían que los delitos prescribían cuando gobernaban ellos, pero que no prescribían cuando gobernaban los progresistas; los hechos consumados aparecían o se les daba apariencia de legales, cuando les favorecía a ellos, pero no si les eran contrarios.

En 1844, los moderados legalizaron la desamortización de Mendizábal. Balmes dijo que, si aceptaban la desamortización de bienes del clero, un día tendrían que aceptar la desamortización de bienes de particulares por idénticas razones a las esgrimidas por los moderados. Y a la contra, la constitución de 1837 era otro hecho consumado que, sin embargo, no les gustaba y la derogaron.

Otra contradicción puesta de manifiesto por Balmes era que decían que el régimen se basaba en las clases medias, pero en las constituciones escribían que la soberanía residía en la Corte (no en el Rey) y en el Senado (no en las Cortes). Y la Corte y el Senado eran los plutócratas españoles.

 

 

 

TEMAS POLÉMICOS DEL PENSAMIENTO LIBERAL.

 

 

El problema de la igualdad.

 

La sociedad liberal se basaba en la fe en la igualdad legal. De la igualdad legal se derivaría necesariamente la tendencia a la igualdad social en el caso de los hombres con deseos de trabajar y con suficiente moralidad como para “enderezar sus vidas”.

Este concepto es erróneo por cuanto la igualdad social es un concepto complejo que se deforma en cuanto se le quieren dar significados simples. Las razones de esta deformación son: Que la línea de salida en la vida de los hombres no es igual para todos, y ello es una circunstancia irremediable, que quizás debemos intentar paliar, pero irremediable. Unos nacen con todos los medios económicos, físicos e intelectuales para sobrevivir en sociedad, y otros nacen con menos medios o con muy pocos. Existen diferencias familiares, económicas de partida, pero además la naturaleza da a cada individuo unas condiciones físicas e intelectuales diferentes, independientemente de los padres que le hayan caído en suerte. Sobre ello, las familias más adineradas podrán intentar paliar los problemas de sus hijos con más medios que las familias medias, y muchos más medios que las pobres, pero eso es ya otra circunstancia distinta de las carencias naturales originarias en la persona. Incluso en condiciones similares de inteligencia y capacidad física, caben diferencias de fuerza de voluntad y capacidad de sacrificio, mediante la cual mejorar la personalidad de cada uno, y eso ya no depende en absoluto de la riqueza familiar. Luego tenemos el problema de la capacidad de sentir, de comunicarse con los demás, de la inteligencia emocional, de la humildad para saber escuchar los consejos paternos y de los enseñantes, los complejos personales… la sociedad es compleja porque la línea de salida de los corredores que compiten en ella es diferente para cada uno, pero es que además las calles por donde van a competir también son diferentes, y la disposición a correr de cada competidor es también diferente.

Sentada esta realidad, y moviéndonos fuera del campo de la utopía, podemos entender el problema de la igualdad en su sentido más auténtico, en que al menos, la sociedad no añada barreras e inconvenientes a las diferencias que la naturaleza de por sí ya nos ha puesto. Que cada hombre tenga oportunidades de mejorar, o de empeorar, según su esfuerzo y méritos personales, su capacidad de trabajo, su perseverancia, en el desarrollo de las cualidades de la persona, y en el logro de medios económicos para sostener la vida. Estamos diciendo que una sociedad de libertades da a todos oportunidades de mejorar, pero no obliga a que cada persona aproveche esas oportunidades. El problema es difícil, porque el sostenimiento de las oportunidades cuesta dinero, el dinero es limitado y hay que plantearse quiénes tienen prioridad en ese gasto social. Decir que todos tienen derecho a todo en todo momento, no es hablar en términos reales, es sólo un plano teórico y populista, que conducirá a malas soluciones a un problema complejo. Esta formulación, que parece utópica en el plano teórico, es más bien perversa en el plano de la realidad. Es un banderín de enganche populista, fácil de exponer, muy utilizado por agitadores profesionales de todos los tiempos, porque es agradable al oído. La sociedad tiene el deber de hacer todo lo que pueda por el desarrollo de cada uno de los derechos individuales de todos, pero sólo lo hace hasta donde puede.

Un problema muy grande en medio del tema que estamos tratando es otra idea, muy extendida en diferentes ámbitos sociales, de que algunos colectivos se sienten por encima de los derechos de los individuos, de los que individuos que conforman el colectivo o incluso de los de fuera de él (caso del integrismo religioso violento). La idea es útil en el ejército en tiempo de combate, cuando se exige morir por la patria, o en las Iglesias cuando exigen el sacrificio del individuo a favor de la causa eclesiástica, o en los nacionalismos, fascismos y comunismos cuando exigen el sacrificio del individuo en bien del partido, pero útil para esos colectivos, no para los individuos. El pensamiento liberal difundió que los colectivos no son más que la suma de los individuos que los conforman, y lo verdaderamente importante, el bien último a preservar, son los derechos de los individuos. El tema es complejísimo y requeriría muchas páginas. Dejémoslo insinuado.

 

 

El problema de los conflictos de derechos.

 

Un segundo problema capital del liberalismo es el tema de los conflictos entre derechos, conflictos entre derechos en un mismo individuo y conflictos entre derechos de individuos distintos. Ese es el tema jurídico que ningún juez hasta ahora ha sido capaz de solucionar definitivamente, y se conforman con ir dando soluciones individuales, una a una, lo cual hace muy complejo y laborioso el funcionamiento de la justicia, pero más real que cuando se aplican soluciones genéricas a problemas humanos complejos.

 

En el siglo XVIII, cuando la miseria era algo mucho más extendido que hoy, y los privilegios sociales de las minorías eran algo tenido como natural por lo habitual que era, los que luego serían conocidos como liberales llegaron a la conclusión de que el problema de la igualdad social podía resolverse mediante el acceso legal, libre e igualitario a la propiedad y a la riqueza para todos los ciudadanos. Partían del supuesto de que existían posibilidades de propiedad para todos (tierra para todos) y de que la riqueza podía ser aumentada hasta que todos participasen de ella. Y sin embargo, hace 2.000 años ya se había dicho y ellos lo habían leído: “a los pobres siempre los tendréis con vosotros”[1].

El liberal del siglo XIX creía que, con una base económica adecuada y unas leyes que permitieran el libre acceso a la propiedad y el derecho a perseguir ideales de una sociedad más justa, se podría conseguir la igualdad de derechos mediante el reparto de la propiedad que era la llave por la que se conseguían los derechos. Para ellos, igualdad era el derecho a la libertad que tenían todos los hombres.

Hay que advertir que los liberales daban el derecho al acceso a la propiedad y a la riqueza, pero no hablaban de repartir la propiedad y la riqueza, lo cual no es una idea liberal sino populista. Los liberales hablaban de que cada uno se consiguiese su propia riqueza de acuerdo a su esfuerzo individual. El reparto simple y llano de la riqueza es comunismo, antítesis de liberalismo.

En el pensamiento liberal, cada individuo tiene derecho a reivindicar su originalidad, su singularidad, su personalidad, siempre que no dañe derechos más fundamentales de sus semejantes, en cuyo caso es la ley y la justicia quienes deciden qué prevalece. Pero en todo caso estaríamos hablando de una ley y de una justicia justas, morales. La ley debe dar un trato legal igual para todos y ofrecer las mismas reglas de juego para todos, las mismas cargas tributarias, los mismos beneficios sociales según las necesidades de cada individuo, cuando el individuo se lo merezca, haga méritos para ello. La idea es que nadie pueda ver restringidos sus derechos al libre desarrollo de su personalidad por los poderes políticos y jurídicos, a no ser en evitación de un daño mayor que el bien que se persigue.

La idea del mérito, es fundamental en el liberalismo, porque los que derrochan oportunidades, deben asumir que otros tengan preferencia en las siguientes, puesto que las oportunidades son caras y la sociedad no está nunca en condiciones de darlas todas a todos.

Pero el hombre del XIX creía que todo hombre tiene capacidad por sí mismo para todo lo que se proponga, si se le dan las oportunidades suficientes. Hoy, en una sociedad mucho más compleja, sabemos que esto no es verdad, pero nos gusta el sentido de la idea. Ya sabemos que cada individuo tiene distintas capacidades en distinto grado. Pero en el XIX, creían que cualquier individuo saldría adelante sólo con sus propios medios si se le daban las oportunidades suficientes.

 

 

El problema de la libertad.

 

Llegados a este punto, los pensadores del XIX chocaban con el problema de la libertad. Montesquieu había dicho en el XVIII que libertad era el derecho a hacer todo lo que las leyes permitían. La frase es una tautología, porque las leyes las hace alguna persona, algún colectivo, que sería el que pusiese límites a la libertad. Pero en el siglo XVIII se creía en la bondad natural del hombre, y Montesquieu creía en la bondad natural de los estamentos privilegiados. Todos creían en la existencia de un orden natural justo, y que era posible trasladar ese orden natural a las leyes. Por supuesto, defendían que el orden natural estaba por encima de las leyes positivas.

Aceptando el criterio de Montesquieu, en ese supuesto, la libertad se convertiría en un problema de que cada individuo conociera las posibilidades legales que existían y tuviera capacidad económica para desarrollarlas. Ese criterio de libertad era muy pobre.

Por eso entre los liberales surgió un pensamiento radical, que decía que la libertad estaba por encima de la razón, de las reglas sociales, de las normas políticas, que la ley es siempre una limitación a la libertad humana. El pensamiento radical genera un nuevo problema, el de hacer posible la convivencia en un ambiente en donde las riquezas son limitadas y las aspiraciones a poseerlas ilimitadas. La solución también la había dado Rousseau en el XVIII: los hombres son buenos por naturaleza, buenos en el momento de nacer y están dispuestos a compartir, es la sociedad la que a lo largo de la vida los corrompe y genera la maldad. Decía Rousseau que si la sociedad se rige por la “Voluntad General”, no hay problemas. Hay que advertir al no iniciado en estos temas, que la “Voluntad General” no era la voluntad de todos, ni la voluntad de la mayoría, sino la “ley natural” que rige la existencia del hombre, un principio de la naturaleza, como que en primavera los árboles renazcan, o que los cuerpos tiendan a caer por gravedad, independiente de la voluntad de los hombres. Según esto, la democracia o votación de todos descubriría la Voluntad General, porque la mayoría de los hombres son buenos y se impondrían sobre la minoría corrompida por la riqueza y por el poder. Una vez descubierta la Voluntad General, ésta ha de imponerse despóticamente, porque es la única forma posible de actuación, y en ese momento, la democracia de Rousseau es exactamente lo contrario de lo que entendemos comúnmente por democracia, por democracia liberal y social.

Estas ideas le vinieron bien posteriormente a socialistas, anarquistas, fascistas y nacionalistas en general, que hicieron suyo al autor de esa utopía. Es evidente que la democracia de Rousseau no era la democracia griega, ni la democracia liberal, ni lo que hoy entendemos por democracia.

Hay muchos elementos irracionales en este razonamiento de Rousseau: la fe en la igualdad de nacimiento, la fe en la bondad general, y la fe en la Voluntad General.

Otro problema de las teorías roussonianas es el de la propiedad: como la riqueza es escasa y los aspirantes a poseerla muchos, es difícil que éstos se entiendan entre sí por la vía de la Voluntad General. La solución que dieron los teóricos roussonianos fue la de eliminación de la propiedad, su cambio por el concepto de posesión, es decir, que las cosas sólo sean de una persona mientras las utiliza y necesita. De esta vertiente económica de pensamiento surgieron muchos socialismos utópicos.

 

 

El problema de la propiedad.

 

El liberalismo clásico luchó a favor de la propiedad. Frente a las situaciones de condominio, o varios derechos de diferentes personas sobre un mismo bien, el liberalismo defendía el derecho de una sola persona a la totalidad del bien. La propiedad incluía el derecho a utilizar una cosa, derecho a disponer de ella, la apropiación de la misma para el consumo, el derecho de acumular bienes, la capacidad de hacer y deshacer en esa cosa sin restricción ninguna, porque así se podía buscar el máximo de rendimientos a obtener de esa cosa, y se conseguía la plena felicidad que aquella cosa pudiera proporcionar. La propiedad fue vista como un derecho natural y no como un capricho de unas personas pudientes o una clase social.

La propiedad así concebida, hacía que los hombres deseasen acumular riqueza, lo cual, en un ambiente de moralidad, se conseguiría produciendo más riqueza. Producir riqueza era una actividad completamente moral porque, así, la sociedad en su conjunto era más rica. En ese estado de cosas, el Estado debería excluirse a sí mismo de intervenir en los negocios de los particulares.

Los liberales tuvieron que suponer la existencia de una moral innata, necesaria para que su sistema fuera creíble. O sea, tuvieron que introducir un elemento irracional, para hacer creíble un sistema basado en la racionalidad misma del que presumían. Así, pensaron que la propiedad generaba la libertad. Sin ese criterio irracional, se puede poner en duda que el sistema liberal genere libertad, pues los más afortunados se impondrán a los pobres, no por la ley y la fuerza del Estado, que también, sino por la fuerza y poder del dinero. Éste es el punto flaco de la teoría liberal.

Por tanto, la aplicación práctica del liberalismo dará lugar a conflictos sociales graves, según el grado de moralidad de los propietarios que tolere una sociedad dirigida por ellos mismos. Es el drama del XIX.

 

 

Nuevo orden social.

 

La realidad fue que las clases acomodadas se hicieron con la propiedad de lo desamortizado y las clases trabajadoras apenas tuvieron opción a esas compras, excepto en el caso de fincas muy marginales.

Más tarde, el sistema político del voto censitario entregó los derechos políticos a las clases acomodadas, “el sector más representativo y dinámico del conjunto social” según los políticos de la época. Las clases “ilustradas” accedieron al poder político y al poder económico a fin de poder extender entre la sociedad los beneficios del progreso. Si los derechos civiles debían repartirse por igual, según las normas del liberalismo, los derechos económicos no fueron tratados de igual manera, y al final resultó que los derechos políticos tampoco se repartieron por igual. Saturnino Calderón Collantes lo explicó diciendo que los derechos políticos debían pertenecer a quien tenía algo que defender, pues de otra manera se generarían desórdenes sociales porque las masas querrían acceder a la propiedad, a lo cual los de arriba reaccionarían con violencia contra los revoltosos. De no aceptar esta premisa, era previsible un gobierno tiránico, de los unos ricos o de los otros pobres, en contra de la parte perjudicada.

Los políticos del XIX identificaron democracia con voluntad política de las clases alta y media. Asumieron que la clase baja no tenía posibilidades de acceso a desarrollar su inteligencia y que, por su educación y costumbres, eran contrarios al orden social. Y consideraban que el poder debía estar administrado por los que podían hacer algo por el desarrollo del país. Para entender esta afirmación, da lo mismo los moderados, que creían en el gobierno de los muy ricos, que los progresistas, que creían en el gobierno de la totalidad de la clase media, también una minoría muy pequeña en su tiempo.

En el siglo XIX se había identificado talento con capacidades. Creían que el hombre con talento podía dedicarse a cualquier cosa con éxito, que tenía capacidad para abordar cualquier empresa. Podía trabajar indistintamente en diversas Secretarías de Despacho, o desempeñar diversos cargos del Gobierno, y siempre lo haría bien. El talento del individuo se demostraba en la habilidad que el sujeto había demostrado en adquirir propiedades. En el caso de ser éstas heredadas, se entendía que un padre con talento educaba a sus hijos en el mismo sentido.

Había un gran valor en el liberalismo del XIX: El trabajo era una virtud y el ocio era fuente de miseria y generador de inmoralidades. El acierto era el valor del trabajo, pero de este gran principio, derivaban en un tremendo error: estaban convencidos de que los grados de pobreza marcaban grados de degradación moral y social. Para ellos la pobreza, la ignorancia y el vicio eran tres conceptos íntimamente unidos. En todo caso, eso sería una verdad estadística, pero no una verdad absoluta.

A su vez, los inteligentes y virtuosos, así definidos como los acabamos de describir, se consideraban diferentes por la profesión que ejercía cada uno y formaban categorías corporativas de abogados, “burgueses” (comerciantes y fabricantes), militares, profesionales liberales… Lo importante es que se diferenciaban de las masas proletarias, de los que dependían de otros para su sustento diario, que eran una masa ingente.

 

 

 

 

 

[1] Evangelios de Marcos, 14, 7; Juan 12, 8, y Mateo 26,11.