LAS REFORMAS DE ESQUILACHE Y DE CAMPOMANES,

en 1759-1766.

 

Nos referimos en este capítulo a las reformas durante el Gobierno de Ricardo Wall. Sabemos que no existían todavía Jefes de Gobierno, pero que el Secretario de Estado era el personaje relevante de cada Gobierno y ello nos viene bien metodológicamente para delimitar el periodo. Se tiene por protagonistas de estas reformas a Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, 1741-1785, que era Secretario de Despacho de Hacienda desde 1759, y añadió la Secretaría de Guerra en 1763, y a Pedro Rodríguez Campomanes que era Fiscal del Consejo de Castilla, puesto desde el que, a través del reparto de los temas propio del cargo de Fiscal, influía en la política general del Gobierno. El Presidente del Consejo de Castilla en 1751-1766, el jesuita Diego de Rozas Contreras, obispo de Calahorra y de Cartagena desde 1753, no parecía tan entusiasmado por las reformas como los anteriormente citados, y se sospecha que fue uno de los organizadores del Motín de Esquilache en 1766, en contra de ellas.

 

 

Reformas del ejército español en 1761-1766.

 

A la llegada a España de Carlos III, nombró una comisión para redactar unas ordenanzas militares que sustituyeran a las de 1728. Y así, en 1761 se retomó el proyecto de reformar el ejército español iniciado por Ensenada en 1749 y dilatado en el tiempo por las muertes de Lucas Spínola en 1750, su primer planificador, y la de Sebastián Eslava en 1759. Las reformas las puso en marcha Juan Francisco Güemes y Horcasitas[1] I conde de Revillagigedo en 1762, Jaime Masones de Lima Lancáster desde febrero de 1763, Revillagigedo de nuevo a fin de año y hasta su muerte en 1766, y fueron derogadas por Aranda en 1768. Las reformas afectaron a las milicias provinciales, montepíos de viudas y ordenanzas generales del ejército:

Se aumentaron y reorganizaron las Milicias Provinciales.

Se hicieron fundaciones de montepíos de viudas y huérfanos de militares. En 1761, los militares iniciaron la idea de un montepío que acumulase rentas obtenidas de cuotas de los miembros del montepío, a fin de pagar la vejez, invalidez, enfermedad, viudedad y orfandad del ejército. La idea sería copiada pronto por los marinos, después por los funcionarios civiles del Estado, y más tarde por comerciantes, artesanos… siendo un asociacionismo muy temprano, antecedente de lo que ocurrirá a mediados del XIX de forma generalizada y con matices ya políticos. En el XVIII, había Montepíos de Socorro como el descrito, y también Montepíos de Crédito o instituciones benéficas financieras que ayudaban al campesino y al artesano, solían ser eclesiásticas y sacaban sus fondos de espolios y vacantes eclesiásticas.

En las Ordenanzas militares de 1762, puestas en vigor en 1763, se establecía que los mandos militares se sometieran al nuevo poder surgido en el XVIII, al Secretario de Despacho de Guerra, el cual era una persona elegida por el rey, que podía ser de cualquier clase social y condición. Además exigían a los coroneles comunicar por escrito sus informes al Secretario de Despacho de Guerra, y que éste les comunicara por escrito las órdenes, lo cual dejaba muy claro en cada momento las responsabilidades de cada acto militar. Aranda no estuvo de acuerdo con este modelo de ejército y exigió que el poder sobre el ejército fuera competencia del Consejo de Guerra, un organismo dominado por la nobleza y, en 1768, derogó estas ordenanzas e impuso otras nuevas. Aranda era un aristócrata que no creía en las Secretarías de Despacho, y reivindicaba, como el más honesto sistema de Gobierno, el de los Consejos dominados por la nobleza. Y al final se hizo una ley del ejército muy poco útil, que pretendió abarcar todas las necesidades militares, y ello fue un error, porque los cambios militares que necesitaba el ejército eran muy grandes, y pronto hubo que hacer adiciones, rectificaciones, aclaraciones y normas nuevas que acabaron generando un caos como el que se quería evitar.

En 1762 se crearon 12 compañías de caballería ligera, agrupadas en el Escuadrón de Castilla, Escuadrón de Aragón, Escuadrón de Extremadura y Escuadrón de Andalucía.

También se reformó lo que era fundamental en ese momento en la fuerza militar, la Armada. Se mandó que la flota americana se organizase en torno a tres bases navales situadas en Veracruz (México), Cartagena (Venezuela) y La Habana (Cuba). Inglaterra se había establecido en Honduras y desde allí apresaba barcos españoles y hacía contrabando con absoluto desprecio de las leyes españolas.

El 16 de mayo de 1764 se creó la Academia Militar de Artillería de Segovia, y se creó un Cuerpo de Artillería. Bajo la dirección de Félix Gazola conde de Gazola, en el Alcázar de Segovia se estudiaba matemáticas, cálculo, geometría, trigonometría, física, química, artillería y fortificaciones, y se disponía de biblioteca y laboratorio.

En 1764 se abrió el Colegio de Cirugía de Barcelona.

Las ordenanzas definitivas del ejército para los siglos XVIII, XIX y XX, se escribirían en 1768 y las veremos en su momento (capítulo 18.4.9.).

 

 

Reformas sociales de Esquilache a partir de 1761.

 

En política social, Esquilache, en el año 1760, perdonó las deudas que los agricultores tenían con los pósitos y las que los contribuyentes tenían con hacienda, siempre que fueran anteriores a 1758, lo cual fue un duro golpe para los pósitos. La ocasión fue una sequía general y pareció que una medida así paliaría el problema, pero la sequía persistió hasta 1765 y el pueblo culpó a Esquilache de no seguir tomando medidas en su favor. Los precios del pan no paraban de subir año tras año. Se importó trigo de Sicilia para combatir la escasez. Este dato de la sequía de 1760-1765, debe ser tenido en cuenta a la hora de explicar el motín de Esquilache de 1766.

En 1761 se prohibieron las armas cortas de fuego y las armas blancas. Con ello se trataba de abordar el problema de los marginados sociales. Este problema es siempre muy difícil. Los romanos ya lo habían abordado, pues los bárbaros eran en esencia este problema aunque no todos los marginados del imperio fueran bárbaros.

También mandó que se pagasen a su tiempo las deudas del Estado pendientes desde el siglo XVII, es decir los juros.

Creó en 30 de diciembre de 1763 la renta de loterías, o juego de la loto, cuyos ingresos se destinarían a beneficencia. Era un juego de 90 bolas, que se ponían en una caja, de la que se extraían 5 bolas y cobraba quien las había acertado. Los beneficios se destinaban a hospitales, hospicios, obras pías y obras públicas, pero muy pronto se quedó con ellos Hacienda. En 1808 se haría otra lotería diferente, al estilo de México 1769, y todavía Fernando VII abriría otra más.

En 11 de julio de 1765 decretó la libre circulación de granos y reducción de las tasas pagadas sobre los granos. Estas medidas tenían como finalidad la bajada de los precios de los alimentos, pero tenían como perjudicados a una serie de potentados cuyo negocio consistía en comprar barato en tiempos de cosecha y vender caro en primavera, antes de la siguiente cosecha. Con la libertad, estos movimientos especulativos altamente inmorales fracasaron en 1766, en el momento en que había libertad para importar barato, y además porque la cosecha fue mejor de lo esperado, por lo que muchos especuladores se arruinaron y fueron al motín contra Esquilache.

Complementariamente a la libertad de comercio de granos, Esquilache reglamentó los mercados de los pueblos que significaba una bajada de los precios del trigo y del pan, pero también la ruina de muchos nobles y de la Iglesia, beneficiarios del negocio de vender trigo y pan en épocas de escasez. Ambos estamentos estarían contra Esquilache en el motín de 1766.

Intentó cambiar la vida de Madrid, por completo, tanto en las estructuras físicas urbanas, como en las costumbres y relaciones políticas de los ciudadanos:

En lo tocante a cambios físicos, en 1761 se propuso a Francisco Sabatini que mejorase las estructuras urbanas de Madrid. El ambiente callejero de Madrid era insalubre, con inmundicias tiradas por el suelo, incluidos los restos fecales, con un servicio de limpieza nocturno (conocido como “la marea”) que era muy deficiente y sólo limpiaba someramente, porque no podía hacerlo mejor. Eran urgentes las obras de urbanización y saneamiento urbano. Sabatini propuso empedrar las calles. El empedrado debía ser hecho a costa del Estado en lo que hoy podríamos llamar la calzada, mientras los particulares deberían empedrar las aceras en un ancho de una vara y tres pies (metro y medio). Quedaban exentos de esta obligación, que correría por cuenta del Estado, los hospitales, inclusas y conventos de monjas, pero no los nobles ni el resto del clero. Sabatini propuso también: instalar colectores de agua pluvial en las casas, en pozos ciegos, organizar la recogida de basuras en cada portal de una vivienda, y prohibió que los cerdos circulasen por la calle. Las reformas se completaron en septiembre de 1765 con la instalación de 4.000 farolas de cristal y el personal correspondiente encargado de encenderlas por la tarde y apagarlas a media noche, de modo que las calles no fueran refugio seguro para los delincuentes. A pesar de que estas reformas urbanas fueron de importancia capital, Sabatini es hoy recordado por abrir plazas y jardines, unos jardines geométricos, donde la naturaleza estaba organizada por la mente del hombre, y no por el saneamiento de la ciudad.

También se inició la construcción de edificios de servicios y de embellecimiento de Madrid: edificio de Correos y Aduanas de Madrid (hoy Gobierno Autonómico) e iglesia de San Francisco de Sales.

Los cambios físicos estuvieron acompañados de una base legal: Esquilache redactó en 1765 las Ordenanzas de Madrid en las que se mandaba alumbrar, empedrar y limpiar las calles, se prohibía la prostitución, reglamentaba los teatros prohibiendo estar en ellos embozado o con celosías en los palcos, y reglamentaba la circulación de vecinos en las calles prohibiendo ir embozado tanto a los de a pie como a los de a caballo, imponiendo el sombrero de tres picos abierto en la cara, prohibiendo portar armas (las de fuego y cortas quedaban prohibidas a los ciudadanos corrientes, excepto a los hidalgos, y las espadas y sables quedaban prohibidas a cocheros, criados y lacayos, excepto los de la Casa Real) y creando una milicia urbana que patrullara las calles (formada por el Cuerpo de Inválidos más los voluntarios de una Milicia Urbana de hombres honrados, artesanos y burgueses).

Las prohibiciones del juego y las armas, limpieza de las calles y alumbrado público, hicieron a Esquilache impopular entre la gente de baja condición social. La exigencia de mantener la limpieza fue considerada como una molestia. Los descontentos esperaron la ocasión de boicotearle. Y cuando los privilegiados de la Iglesia y la nobleza les convocaron a una gran manifestación, en 1766, salieron a la calle a favor de sus verdaderos opresores, la nobleza y la Iglesia.

También se permitió redimir la carga de “aposento” (deber de acoger en sus casas a soldados y políticos) a los vecinos de Madrid. Con ello se pretendía abaratar los alquileres y pensiones de Madrid.

Esquilache intentó tener un buen cuerpo de “policía”. Hay que precisar el concepto existente en el siglo XVIII sobre las “actividades de policía”, concepto que hacía alusión a la observación de la realidad económica y social a fin de introducir las reformas oportunas en el orden público, escuelas, higiene urbana, beneficencia y trato a los marginados y mendigos.

 

 

Reformas sociales ilustradas.

 

Sobre marginados y mendigos, los nobles temían a los marginados porque eran masas incontrolables para ellos y trataban de quitarlos de en medio, llevándoles a presidios africanos o a América. La Iglesia hablaba de caridad, pero ello no solucionaba el problema, sino lo mantenía vivo e incluso lo incrementaba. Los ilustrados mantenían que las soluciones debían ser integrales, reformando la sociedad entera, y obligando a los marginados a adoptar un trabajo productivo y útil socialmente. Los vagos y malentretenidos fueron recogidos en las ciudades y conducidos a establecimientos militares y lugares donde se estuviesen realizando obras civiles a trabajar de manera forzosa pero retribuida.

Los marginados y mendigos eran un problema socialmente muy amplio, que hay que considerar en contacto con la masa de pobres, las clases bajas no marginales, siempre en peligro de caer en la marginalidad. Estos grupos sociales estaban dominados por mentalidades imbuidas de superstición y fanatismo. La Iglesia católica había tratado de asumir la superstición desde la Baja Edad Media, incorporando muchas prácticas supersticiosas populares a los actos religiosos: en España, las procesiones, rogativas, romerías y fiestas religiosas, o pseudorreligiosas, ocupaban todo el calendario y estaban muy arraigadas. Las clases sociales bajas ya no tenían conciencia de que estas prácticas eran anteriores al cristianismo. Los ilustrados proponían una religiosidad más severa y auténtica, interior, y no centrada en grandes manifestaciones exteriores colectivas y exuberantes.

Los ilustrados iban mucho más allá de la simple reforma de las supersticiones religiosas. Querían reformar también otras costumbres que les parecían inmorales, como las corridas de toros, el teatro, la comedia… y espectáculos populares de este tipo tenidos por inmorales. Todos ellos debían ser reglamentados de modo que desapareciera la violencia, el sexo orgiástico y las creencias irracionales.

En cuanto a la cultura, Los ilustrados trataron de introducir la música culta, los bailes de salón. Pero muchas de las actividades populares, no eran malas en sí, y las clases populares siguieron practicándolas, pues gustaban de las máscaras y disfraces del carnaval, del juego en la calle (naipes, dados, tablas y chapas). Frente a esos entretenimientos, los ilustrados propusieron el paseo vespertino por bulevares creados al efecto, la tertulia culta, la visita familiar vespertina, los salones en donde el cortejo era natural y los varones se lo practicaban a las damas con naturalidad en presencia de su marido, cosa que era una muestra de orgullo por la consideración social que alcanzaba la dama.

En 1763 salió en Madrid un periódico semanal editado por José Clavijo Fajardo, con 30 páginas en octavo, que hacía sátiras de costumbres y prejuicios españoles, y denunciaba viejos abusos sociales. Duró hasta 1763. Se llamó El Pensador.

 

 

Reformas religiosas en España.

 

El autoacordado de 23 de diciembre de 1759 ordenó a los eclesiásticos sin destino ni ocupación en Madrid, que volvieran a sus iglesias y domicilios en el plazo de ocho días.

En 1762, el Gobierno trató de reformar el Santo Oficio, pero ello resultó imposible, aunque lo intentaron Campomanes, Aranda y otros. Carlos III acabaría dando una salida al problema nombrando en 1774 Inquisidor General a Felipe Bertrán, 1704-1783, que había ejercido como obispo de Salamanca desde 1763 y se había mostrado ilustrado y reformista. Felipe Bertrán tomó posesión de su nuevo cargo en Madrid en 1775. En adelante, se procuró elegir para Inquisidores Generales a prelados cortesanos ilustrados como Manuel Abad Lasierra (1729-1806) en 1793; Francisco Antonio de Lorenzana Butrón (1722-1804) en 1794; Ramón José Arce Uribarri (1757-1844) en 1798. La Inquisición fue suprimida en 1812 por las Cortes de Cádiz y en 1820, definitivamente, por el Trienio Liberal.

Se reglamentaron las relaciones de despacho con Roma.

En 1763 surgió la polémica del “regium exequatur” entre el Estado español y la Santa Sede: el regium exequátur es “el ejecútese del rey” u orden del rey para que se ejecute lo mandado por Roma, tras comprobar que no se opone a la legislación ni jurisdicción española.

En 1765, Campomanes publicó su Tratado sobre la Regalía de Amortización, tratado donde analizaba los perjuicios sociales que causaba la propiedad acaparada por la Iglesia. Con ello, nunciaba cambios muy profundos en la Iglesia y sociedad española.

 

 

Reformas en la enseñanza.

 

En 1760 se creó el Real Colegio de Cirugía de Barcelona, para enseñanza superior y con rango universitario. Cádiz lo había creado en 1748. Estaban al servicio del ejército, pero no dejaban de ser establecimientos desde los que se difundían los nuevos saberes médicos.

Uno de los fracasos de Esquilache fue el intento de reforma y supresión de los Colegios Mayores y sus privilegios en la obtención de cargos civiles y religiosos. La indignación de los nobles y eclesiásticos fue enorme. Los nobles se habían garantizado para sus hijos los puestos en Audiencias y Chancillerías, a través de los colegios mayores, donde empezaba su cursus honorum por el acceso a cátedras. Los eclesiásticos se habían garantizado cátedras universitarias y colegios de estudios medios. Sin colegios mayores, los puestos podrían ser entregados a cualquiera de procedencia hidalga, vía servicios al Estado, generalmente en puestos de intendentes. Se cree, que ésta fue la principal causa que impulsó al motín de 1766, a la cual convocaron al pueblo bajo, aprovechando su descontento, tanto por la crisis de falta de alimentos, como por las reformas urbanas que estaba haciendo Esquilache.

 

 

 

Plan de carreteras en 1761.

 

En 1761 se ordenó que se empezaran los caminos a Andalucía, Cataluña y Valencia. Se diseñó una red radial peninsular con siete carreteras principales o radiales:

Madrid-Burgos, con ramales a Santander y a Bilbao.

Madrid-Zaragoza-Barcelona.

Madrid-Valencia.

Madrid-Albacete-Alicante-Cartagena.

Madrid-Jaén, con ramales a: Córdoba-Sevilla-Cádiz

Granada-Almería

Córdoba-Málaga

Madrid-Badajoz-Lisboa.

Madrid-Valladolid-La Coruña.

El sistema radial de carreteras fue criticado por Jovellanos, y la crítica ha sido repetida por muchos teóricos que quisieron aparecer como “de izquierdas”, pero no se fundamenta racionalmente, salvo en la utopía de la red ortogonal, que es mucho más cara, más difícil de mantener y mucho menos eficaz pues muchos tramos quedarían sin utilización real. También se criticó en su época que eran de demasiada anchura y significaban un despilfarro, y más tarde se criticaría que eran demasiado estrechas. La crítica al sistema radial es fácil, porque los núcleos de población alejados de los radios del sistema quedan incomunicados. Pero es el sistema más barato de establecer una red, y de hecho se hizo lo mismo en el XIX con las carreteras, y en el XX con las autovías, y en el XXI con el tren de alta velocidad. El sistema radial es mucho más barato que el sistema de damero, que es la alternativa. Las críticas se contradecían en cuanto exigían más gasto en el sistema elegido, y menos gasto en la calidad de las carreteras. No era muy racional.

Pero las críticas no siempre eran infundadas, porque los radios, en la periferia peninsular, quedaban demasiado abiertos, y no se establecían nuevos nodos de los que salieran radios secundarios, excepto en Valladolid. Quedaban fuera de la red: Galicia, Asturias y la zona de Zamora y Salamanca, zona de Huelva, zona de Almería y Pirineo Aragonés.

Se le encargó a Esquilache la financiación de la obra, y Esquilache creó un impuesto de la sal de dos reales por fanega, además del 8% del valor de los comestibles que entraban en la ciudad de Valencia. Esos impuestos también hicieron impopular a Esquilache.

El programa de carreteras de 1761 fue efectivamente cumplido mucho más tarde de lo deseado, como era lógico para tan gran proyecto. El mayor impulso al programa se produjo en 1780 a 1789 cuando se construyeron 195 leguas (más de 1.000 Km.) y se repararon unas 200 leguas, para lo cual hubo que construir 322 puentes y reparar otros 45, y hacer 1.049 alcantarillas de paso de agua.

En 1762 se dio el decreto de que los carros que circulasen por carreteras debían llevar ruedas anchas de tres pulgadas de ancho de llanta (6,9 centímetros). Los de ruedas más estrechas pagarían doble portazgo. Hay que tener en cuenta que los carros circulaban sobre ruedas sin cubiertas, con llantas de hierro directamente apoyadas en el suelo. Las ruedas anchas hacen más pesado el carro, pero deterioran menos el firme. Se puede considerar que este decreto fue la primera norma de circulación en España.

En 1763 se estableció la Diligencia General de Coches, un servicio para llevar viajeros, que hacía salidas de Madrid a Pamplona cada semana, de Madrid a Cartagena cada semana, de Madrid a Puerto de Santa María cada dos semanas, de Madrid a Lisboa cada semana, de Madrid a Barcelona cada dos semanas. Un viaje de este tipo duraba seis días, haciendo seis horas diarias de coche y descansando el resto del día. El coste del viaje era de 4 reales de vellón por legua y asiento, y el pasajero podía llevar un equipaje de hasta 2 arrobas (23 kilos). La empresa no tuvo en cuenta para nada la calidad de las posadas, que era muy mala, y se limitó a utilizar las ya existentes, lo que provocó muchos disgustos y quejas.

En 1769 se pusieron mojones cada media legua (una legua son 5,5 kilómetros) definiendo la legua como 8.000 varas castellanas de Burgos (lo cual daría un poco más de 6 kilómetros por legua).

 

 

 

Reformas industriales.

 

En 1759 se abrió la Real Fábrica de China del Buen Retiro en Madrid, y la fábrica de Alcora (Castellón) dejó de producir sólo loza como en 1727-1749 para hacer porcelana azul que imitaba al mármol.

El 12 de enero de 1763 se creó la Real Fábrica de Paños Superfinos de la Compañía, en Segovia, para fabricar paños de alta calidad, pero su coste era demasiado alto. El gran problema de esta fábrica era que Madrid era un mercado reservado en exclusiva para la Real Fábrica de Guadalajara, lo que le impedía a la fábrica de Segovia acceder a lo más selecto del mercado. Así que en 1779 cerró. No obstante, la fábrica fue adquirida por Laureano Ortiz de Paz que la convirtió en una empresa privada llamada Real Fábrica de Paños Laureano Ortiz de Paz. Laureano obtuvo licencia para fabricar paños imitando a otros extranjeros, aunque de peor calidad, y para vender en Madrid, y la fábrica pudo salir adelante. Pero en 1817, 1820 y 1827, la fábrica se incendió y se arruinó.

En 1763 el Gobierno nacionalizó los altos hornos de Liérganes y La Cavada, en un intento de dedicarlos íntegramente a la producción para el Estado, lo cual significó para la empresa perder los clientes civiles, como fueron las cañerías de los palacios de La Granja y de Aranjuez en su momento. La empresa, creada en 1622 y puesta en marcha en 1628 contaba con 2 altos hornos en Liérganes, y 2 altos hornos en La Cavada de 1634, más un quinto alto horno en La Cavada inaugurado en tiempos de Felipe V, más un horno de reverbero para acero, también de tiempos de Felipe V. El Estado decidió que los proyectiles se fabricasen en Eugui, Muga, Ximena de la Frontera y Orbaiceta, mientras Liérganes y La Cavada quedaban sólo para cañones, lo cual especializaba la producción y ponía en riesgo la continuidad de la empresa. Efectivamente, cuando Carlos IV tuvo dificultades financieras, empezó a restringir la producción de cañones. Entonces subieron los precios de la madera y coincidió con una mala gestión, y la empresa, hacia 1790, entró en crisis a pesar de montarse un sexto alto horno. La derrota de Trafalgar de 1805 arruinó los proyectos españoles y el negocio de Liérganes y La Cavada se vino abajo, cerrándose los altos hornos en 1826 y el resto de las actividades del hierro en 1838. Los solares se vendieron como suelo rústico, y los artesanos del hierro fueron enviados a Sagardelos, El Pedroso y Guriezo.

 

 

Las reformas de Campomanes en 1762-1763

 

En 1762 se crearon dos fiscales del Consejo o de la Cámara de Castilla, siendo fiscal primero Pedro Rodríguez Campomanes[2]. Campomanes tenía plenos poderes en economía, y se le atribuyen las medidas contra los privilegios del clero católico y las libertades de comercio con América.

Empezó a dictar medidas contra los abusos del clero católico limitando algunos de sus derechos señoriales (el control del Estado sobre la adquisición de bienes eclesiásticos, se denominó regalía de amortización), limitando la explotación de los campesinos por los conventos, liberalizando el comercio con América, la libertad de importación de granos 1765, desterrando al Inquisidor General Quintano y escogiendo como colaboradores suyos a manteístas (universitarios seglares y no nobles, que llevaban sotana y manteo para cubrir su pobreza) y golillas (civiles o no militares), en detrimento de los colegiales (universitarios de Colegios Mayores procedentes de la nobleza y el clero).

El decreto de libre comercio con América y de libertad de comercio de cereales se atribuyen a Francisco de Craywinckel, colaborador de Campomanes.

Campomanes retomó los trabajos de Craywinckel y con ellos elaboró en 1765 un informe para su discusión en el Consejo de Castilla titulado Tratado de la Regalía de Amortización, y que eran una serie de argumentos por los que el Estado debía controlar las propiedades de la Iglesia: que desamortizando crecería la población, y con ello la riqueza; que la concentración de bienes en manos de la Iglesia era contraria a la pobreza evangélica; que el concordato de 1737 era un acuerdo insuficiente para resolver la cuestión de los bienes amortizados, pues los bienes raíces debían pertenecer a los laicos, los diezmos y primicias al clero, y los efectos públicos y fiscales a la monarquía, cosa que no se había tratado en el concordato.

Campomanes era un “jansenista español” en el sentido de que creía que el Papa debía comportarse como un obispo más, y que las cuestiones de dogma, organización de la Iglesia y disciplina, correspondían al concilio de obispos. También creía que la Iglesia debía ser pobre y vivir de la caridad de los fieles.

Campomanes no sólo era contrario a la propiedad en manos muertas, sino también a los arrendamientos a corto plazo, a que hubiera precios tope para el trigo y a los privilegios de la mesta. Con estas ideas, no resultaba simpático a la Iglesia y tampoco a la nobleza conservadora latifundista.

Campomanes halló la oposición de la mayoría de los consejeros de Castilla y sobre todo de Lope de Sierra Cienfuegos, y el proyecto acabaría rechazado en 1766. Campomanes venció en la discusión teórica, pero no realizó su proyecto de reformas agrarias.

Los teólogos católicos del momento, consideraban que el Tratado de la Regalía de Amortización era sólido, estaba bien argumentado y era ortodoxo, pero algunos de ellos, los integristas, añadían que el consentimiento papal era necesario para todo lo que se proponía Campomanes, y Campomanes no lo había pedido. El Papa y el nuncio dieron las consignas oportunas en contra del proyecto de Campomanes y varios obispos se unieron al parecer del Papa. El proyecto fue rechazado por el Consejo de los obispos sin apenas discusión ni lectura. Como el rey tenía miedo a motines como los que efectivamente se produjeron en 1766, el tema se pospuso. Campomanes no se rendiría, sino que en 1767 volvería a exponer las mismas ideas en el Fuero de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, y en 1768 en el Juicio Imparcial sobre el Monitorio de Parma.

Campomanes fue condenado y en España se protestaba contra él, pero tuvo indudable influencia sobre la Iglesia española, pues los agustinos y los trinitarios reformaron su normativa sobre enajenación de bienes y proclamaron que “la verdadera pobreza no está solamente en no tener casa propia, sino principalmente en no tener asido ni aficionado el ánimo a cosa alguna”. Con lo cual nos parece claro que estaban reconociendo que Campomanes y los ilustrados tenían razón.

José Moñino quedó muy satisfecho con la obra de Campomanes y presionó al Papa contra los que se oponían a los proyectos ilustrados, los jesuitas. En el ambiente de Floridablanca, se creía que los jesuitas eran el origen de las discordias que se provocaban y de las campañas contra los ilustrados.

 

 

La fisiocracia en España.

 

A partir de 1762 se impusieron en España ideas fisiócratas, rompiendo de alguna manera con el mercantilismo anterior.

En 1762, Bernardo Wall publicó su Proyecto Económico, por el que defendía que la agricultura era la base de la riqueza de las naciones, de la industria y del comercio, lo cual es la ortodoxia fisiócrata, frente al mercantilismo que enseñaba que la riqueza era la posesión de metales preciosos, los cuales se obtenían mediante una balanza comercial favorable.

En 1765, el Tratado de la Regalía de amortización, de Campomanes, pidió reintegrar al mercado libre, las tierras de las iglesias, comunidades y otras manos muertas.

En 1771, Campomanes escribió su Memorial Ajustado proponiendo la prohibición de venta de terrenos fértiles a la Mesta y el establecimiento de cotos cerrados a la trashumancia, donde fuera posible una agricultura desarrollada y moderna. Era la defensa de la agricultura frente a la ganadería.

En 1774, el Discurso sobre el fomento de la industria popular, de Campomanes, fue enviado a todos los obispos para que se lo remitiesen a los curas y a los conventos. Era una intervención del Estado en economía. Pero la artesanía se entendía como complemento necesario de la agricultura.

En 1775, el Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento, de Campomanes, proponía cursos de formación técnica para tener artesanos.

 

Las teorías iban acompañadas de proyectos políticos que buscaban el desarrollo económico a través de impulsos a la agricultura:

En 1767, empezó el plan de colonización de Sierra Morena de Pablo Olavide, que fue un fracaso, pero otros proyectos similares, como el del obispo-cardenal Belluga en Murcia, tuvo más éxito.

En 1776 se dieron instrucciones para repartir baldíos y concejiles, aconsejando que se entregasen a campesinos pobres y necesitados. El decreto era socialmente bondadoso, pero económicamente deficiente, pues los campesinos pobres, necesitados de capital para poner en marchas las explotaciones, fracasaron los que lo intentaron, y se lo vendieron a los ricos, como era de prever.

En 1763, España empezó un nuevo plan de explotación de las Antillas con esclavos, abandonando la idea de captar emigrantes peninsulares. El conde de Riela otorgó el asiento de negros en Cuba al marqués de Casa Enrile con permiso para importar 14.000 esclavos negros. La ley fijaba el precio del esclavo, y no se podía vender a mayor precio, lo cual hacía poco atractiva su reventa. El esclavo, una vez adiestrado para el trabajo, ya no merecía la pena venderlo a igual precio que cuando se le compró. Casa Enrile se dio cuenta de que su negocio iba mal y logró abolir la tasación fija del esclavo a fin de siglo XVIII, lo cual permitió a los negreros un negocio “muy saneado” con el tráfico de hombres.

Hay que anotar como valores de la fisiocracia, que en estos tratados y disposiciones, se ponía en duda la adecuación del sistema gremial a los nuevos tiempos, pues los gremios aparecían como conservadores y enemigos de las innovaciones tecnológicas, y por el contrario, se hablaba de libertad industrial.

De cara al librecambismo puro, defendido por Gran Bretaña ya en este tiempo, hay que apostillar que el librecambismo puro no era conveniente para España, un país menos desarrollado que Inglaterra. La libertad de comercio pura y dura, en condiciones de desarrollo industrial y comercial muy diferentes, sumerge a la parte débil en el colonialismo económico, en la destrucción de todas sus actividades económicas y en la llegada masiva de productos extranjeros de más calidad y mejor precio. Los años en que España se inclinó por la libertad económica, se hundieron las industrias nacionales y, al contrario, los años de prohibición fueron de desarrollo. Hablar con ligereza de la libertad económica demuestra poco conocimiento de la realidad, aunque se sepa mucho de teorías de salón y biblioteca.

En 1762 se creó una comisión, integrada por miembros de las Secretarías de Estado, Indias y Hacienda, para estudiar la reforma del comercio americano. La “libertad de los mares” defendida por Gran Bretaña fue considerada perniciosa para España. Era entregar toda la industria española, pues tendría que cerrar tras perder los mercados, el americano y el peninsular español.

 

 

Crisis social en 1763.

 

1763 es citado como año de malas cosechas.

En 1763 hubo motines en Segovia y Córdoba a favor de la libre fabricación y venta de harinas, cuyos precios, fijados por la Junta de Abastos, eran demasiado altos. Otro motín similar estallaría en Salamanca en 1764 por la misma causa. Y en 1765, el rey tuvo que oír en Madrid gritos de “danos pan y muera Esquilache” por lo mismo, aunque utilizado políticamente. El estallido de la crisis sería en 1766.

 

 

[1] Juan Francisco de Güemes y Horcasitas, 1691-1766, fue Capitán General de Cuba en 1734-1746, Virrey de Nueva España en 1746-1755, I conde de Revillagigedo en 1749-1766, Capitán General de los reales Ejércitos en 1755, Virrey de Navarra, Presidente del Consejo de Castilla. Fue padre de Juan Vicente de Güemes Pacheco, 1738-1799, II conde de Revillagigedo.

[2] Pedro Rodríguez Campomanes Pérez de Sorribas, 1723-1082, nació el 1 de julio de 1723 en Santa Eulalia de Sorribas (Asturias), de padres hidalgos. Se educó en Santillana del Mar (Cantabria) de la mano de un tío paterno que era canónigo de la colegiata, que le enseñó Latín, Griego y Árabe. En 1737 regresó a Asturias, a los 14 años de edad, a Cangas de Narcea. Luego estudió derecho en Oviedo y en Sevilla. En Sevilla asistió a la tertulia del Padre Sarmiento, donde aprendió historia, En 1742 llegó a Madrid y trabajó en los bufetes de Tomás de Azpuru y de Juan José Ortiz de Amaya, mientras se licenciaba en derecho, cosa que hizo en 1745. En 1746 abrió bufete propio y se casó con Manuela de Sotomayor Amaya, con la que tuvo 4 hijos. Participaba en tertulias y ganó fama de erudito, pues sabía francés, italiano, latín, griego, árabe y un poco de hebreo. Destacó Campomanes por sus publicaciones regalistas: Discurso sobre el Patronato Real, de 1750, Tratado de la Regalía de España de 1752. Su carrera política empezó en 1755 cuando fue nombrado asesor del juzgado de la Renta de Correos en la administración de Ricardo Wall, donde ya se distinguió por las “Ordenanzas de Correos” de 1762, en el tema de Correos, pero mucho más por su “Discurso del Regium Exequatur” de 1760. En 1760 llegó a Secretario de Despacho de Hacienda. El 2 de julio de 1762 era fiscal de lo civil del Consejo de Castilla, puesto ya alto en la administración y empezaba su verdadera carrera política. Se manifestaba regalista y reformista, del gusto de Carlos III. En 1767 sería miembro de la Cámara de Castilla y encargado de los asuntos de la Chancillería de Valladolid y Audiencias de La Coruña y Oviedo. En 1783 sería Consejero de Castilla, y en 1789 llegaría a la culminación de su carrera siendo Gobernador del Consejo de Castilla y Presidente de las Cortes. Su estrella empezó a decaer en 1791, cuando Floridablanca le cesó, pero todavía fue consejero de Estado en 1792. Murió el 3 de febrero de 1802.