JANSENISMO ESPAÑOL

O REFORMISMO RELIGIOSO ESPAÑOL DEL XVIII.

 

El jansenismo propiamente dicho fue una herejía francesa del siglo XVII que versaba sobre el problema de la gracia, originada en las doctrinas de Cornelius Jansen, Jansenius, 1585-1638, obispo de Ypres (Bélgica), quien había intentado demostrar a los calvinistas que los cristianos también podían interpretar la Biblia de forma personal. Escribió unos apuntes, que dijo en el lecho de muerte que se podían publicar si parecía conveniente y no eran heréticos.

A Cornelius Jansen le acompañó su amigo vasco Duvergier de Hauranne, 1581-1643, en las universidades de Lovaina y París. Duvergier será abad de Saint Cyrant y esta abadía dirigía a las religiosas de Port Royal del Champs en Chevreuse, abadía cisterciense reformada en 1609 por Angélique Arnauld. Surgió entonces un movimiento seglar de gentes que querían ganar la salvación al margen del mundo y dejaban sus profesiones para vivir la piedad, la humildad y caridad evangélicas y confesarse y comulgar muy frecuentemente. Eran enemigos del cardenal Richelieu, que encarceló a Jansenius el 14 de mayo de 1638. Los jansenistas publicaron en 1740 un libro, Augustinus, sobre la doctrina de San Agustín sobre la gracia: defendían la necesidad de la gracia divina para que el pecador pudiera merecer la salvación, y la gratuidad absoluta de la predestinación, lo cual se acercaba mucho al calvinismo. Los calvinistas decían que la predestinación era independiente de la voluntad del hombre. Jansenius decía que nunca se estaba seguro de estar entre los predestinados e incluso los predestinados podían perder la salvación. La versión de los jesuitas, considerada ortodoxa por Roma, defendía el libre albedrío del hombre, que Dios otorgaba la gracia, pero era necesario que el hombre la aceptara. En agosto de 1641 el Santo Oficio condenó el Augustinus. En 1642 Urbano VIII la declaró herejía.

Los jesuitas y Richelieu reaccionaron en contra de los jansenistas, pero los oratorianos, dominicos y la Sorbona simpatizaban con las nuevas ideas. Jansenius murió en 1638, pero hubo un nuevo líder que continuaba la lucha que era Antoine Arnauld, 1612-1694, hermano de la madre Angelique. Acusaba a los jesuitas de autorizar los sacramentos con demasiada facilidad y asiduidad, y decía que había que tener más respeto a los sacramentos y no convertirles en una rutina. Otro jansenista importante fue Quesnel, condenado por el Papa en la bula Unigénitus.

La doctrina cuajó en Port Royal (Francia).

 

El jansenismo español o jansenismo ilustrado.

Y entonces surgió en Europa occidental una generación de obispos, segunda mitad del XVIII, llamados a veces jansenistas, que odiaban las devociones absurdas, las limosnas indiscriminadas y el poder de la Iglesia sobre la sociedad, la soberanía absoluta del Papa, los abusos de la curia Romana, lo cual les enfrentaba directamente con la Compañía de Jesús. Defendían que la moral debía ser muy estricta y no acomodaticia a las necesidades de la Iglesia, que la religión debía ser un sentimiento interior y no una serie de manifestaciones externas llenas de paganismo, y que los cristianos debían leer la Biblia. Como postura política, defendían a un Gobierno ilustrado que abría hospicios, centros educativos e instituciones para el desarrollo económico e intelectual de las gentes, y se oponían por tanto a los integristas que acusaban al Gobierno de ateísmo por quitar a la Iglesia parte de sus ingresos.

Entre los jansenistas ilustrados famosos de esta segunda generación, están el agustino Noris, el francés Claude Fleury y el belga van Espen.

En Francia, un jansenista famoso del mismo tipo que los españoles fue Claude Fleury, 1640-1723, quien se había educado como abogado y trabajado en el Parlamento de París, y en 1667 se pasó a estudiar teología. Luis XIV le llamó en 1672 para educar a algunos de sus hijos naturales, y en premio ganó la abadía cisterciense de Loc-Dieu y el obispado de Rodez. En 1689 fue llamado de nuevo a la Corte para que ayudara a Fenelón, el preceptor de los príncipes, y en 1706 fue premiado con el convento de Argenteuil, teniendo el gesto Fleury de renunciar a la abadía de Loc-Dieu para no poseer dos al mismo tiempo. En 1716 fue nombrado confesor del rey Luis XV. Tan buen curriculum, y la protección del rey, le libró de las acusaciones de jansenismo y molinismo que pesaban sobre él. (no se le debe confundir con el cardenal André Hercule de Fleury, regente de Francia en 1716, y gobernante de hecho en Francia a partir de 1726 hasta su muerte en 1743).

 

Los jansenistas españoles no tenían mucho que ver con el jansenismo de Jansenius, y sí con el jansenismo ilustrado, pero fueron tachados de “jansenistas” despectivamente, por los integristas católicos, por ciertas similitudes con aquellos, como: la hostilidad hacia la Compañía de Jesús en temas de teología y moral; la hostilidad contra una Curia romana corrupta y ávida de riquezas; la reivindicación de más poder para los obispos frente al Papa; la aspiración a restaurar la Iglesia primitiva; y cierta prevención contra las órdenes religiosas. En resumen, el jansenismo español era puro reformismo, pero ello era muy difícil de aceptar en un ambiente integrista católico ultraconservador.

El término “jansenista” se utilizó más en los siglos XIX y XX, y llegó a significar hereje sin precisar la herejía.

Los jesuitas y los jansenistas tuvieron discusiones sobre el tema de la gracia divina. Son cuestiones que hoy nos importan poco. El tema que más nos interesa es la doctrina de la autoridad papal:

Los jansenistas españoles querían limitar la autoridad papal, pero no eran heterodoxos como el jansenismo francés del XVII. Querían disciplina estricta del clero y de los seglares, pero también querían menos riqueza y menos ostentación en la Iglesia. No podían ser acusados de herejía por criticar al Papa, porque la infalibilidad del Papa se decretó en 1860, y estamos hablando de un siglo antes. La doctrina vigente en Europa era que los reyes habían sido puestos en sus tronos por Dios, igual que el Papa era elegido por Dios para dirigir la Iglesia. El problema era dirimir cuáles eran las jurisdicciones de cada uno. Los jansenistas españoles querían una Iglesia pobre, como la Iglesia primitiva, antes de las donaciones de Constantino, y mitificaron la iglesia cristiana primitiva como pura, mientras la Iglesia posterior, rica y dominadora, era vista como corrupta. La Iglesia pobre no lucharía por la conservación y multiplicación de sus riquezas, sino que se dedicaría a difundir el mensaje evangélico, cumpliría sumisamente la ley del Estado, y haría apostolado desde la humildad y la pobreza.

En el aspecto de buscar una Iglesia pobre, desprovista de privilegios económicos y jurisdiccionales, el jansenismo español tiene relación con el regalismo. Regalía es el derecho exclusivo del rey. Los regalistas decían que los temas económicos y jurisdiccionales eran regalías, y no concesiones de la Iglesia que el Papa pudiera revocar, porque en otros tiempos hubiera cedido privilegios aún mayores. Digamos que el regalismo sería el aspecto laico del problema, mientras el jansenismo era el aspecto religioso. El regalista por excelencia fue Melchor de Macanaz, fiscal del Consejo de Castilla en 1713.

El problema recordaba mucho a Lutero, y de ahí que fuera más complicado, pero la solución que se pedía no era la misma que la luterana. La solución que pedían los jansenistas era restaurar la autoridad de los obispos, pues todos los apóstoles eran iguales, todos habían sido dotados de la misma misión y autoridad por Cristo.

El cardenal Gauganelli, 1705-1774, que en 1769 sería Clemente XIV, tuvo mucho conocimiento del tema que preocupaba a los jansenistas españoles. Era franciscano y en 1773, por la bula “dóminus ac redemptor” suprimió la Compañía de Jesús, los más fervientes defensores de los privilegios de la Iglesia.

Los regalistas españoles tuvieron grandes figuras en las personas de Roda[1], Campomanes[2] y Floridablanca[3], todos ellos fervientes católicos, pero regalistas, es decir, partidarios de las regalías o derechos del rey sobre bienes y jurisdicciones que manejaba la Iglesia. Incluso muchos jesuitas eran regalistas. Al no poder conseguir la solución definitiva para ellos, es decir, una Iglesia pobre y con obispos de igual autoridad al Papa, los ministros regalistas lucharon por tener obispos partidarios de sus ideas, que no se opusiesen a las reformas en la propiedad de la tierra (acaparada muchas veces por la Iglesia), en los beneficios de los arrendamientos eclesiásticos, disponibilidad de los diezmos, control de las instituciones religiosas para que éstas no obraran políticamente en sentido contrario a las reformas, y de captar los dineros que se enviaban a Roma para un Estado como el español que los necesitaba mucho.

La polémica se generó, sobre todo entre los jesuitas, porque unos negaban a Castilla el “patronato regio” o derecho de presentar candidatos a obispos, mientras otros practicaban sin problemas lo mismo en el Reino de Aragón. Que existiese en Aragón se consideraba un mal menor originado en la costumbre, pero en Castilla las cosas cambiaban, porque detrás estaba América, y eso era mucho dinero.

De todas maneras, en el siglo XVIII, la defensa de una de las dos posturas, del integrismo (denominado papismo en la época), o del jansenismo o regalismo, no pareció obstáculo definitivo para ser nombrado obispo, y hubo obispos de las dos tendencias. El verdadero obstáculo para no ser propuesto a obispo por el rey, era haber sido austracista, partidario de la soberanía de la Casa de Austria, los cuales nunca fueron propuestos.

Cada vez que se nombraba un nuevo obispo, la política española era recordarle que era “un representante de los apóstoles”, lo cual venía a decirle que no era servidor del obispo de Roma, sino de Dios. Pero España no quería una Iglesia nacional como la británica. España defendía que el Estado español era protector de la Iglesia, española y de fuera de España. Sólo se pretendía controlar los ingresos y jurisdicción no estrictamente religiosos, que la Iglesia administraba indebidamente a juicio de los jansenistas y regalistas españoles.

El asunto de privilegios y jurisdicciones era en el siglo XVIII más complejo que hoy, porque el Papa era Rey de los Estados Pontificios y aspiraba a ser rey de Italia, y algunos Papas, tal vez aspiraban a más. Y, al tiempo, el Papa era cabeza de la Iglesia Católica. Como rey, el Papa había cometido errores políticos muy graves, como que Clemente XI en 1709 se declarara austracista, reconociera como rey de España a Carlos VI de Austria y durante cinco años fuera enemigo de Felipe V en la guerra. Distinguir que el poder temporal es diferente al poder espiritual sólo estaba al alcance de católicos muy preparados, y como éstos eran también austracistas, el tema era polémico.

Que Felipe V fuera hostil a la Curia Romana era pues, lógico. Pero entender que Felipe V había sido puesto en el trono por voluntad de Dios era fácil, pues era una creencia asentada durante siglos.

Carlos VI de Austria no era menos regalista que Felipe V: en el tiempo que el archiduque Carlos reinó en Cataluña, dispuso de los cargos eclesiásticos para sus amigos y partidarios, y exigió siempre el placet regio para el nombramiento de cargos eclesiásticos. Si el Papa optó por él, no era una cuestión religiosa, sino que el Papa quería ser rey de Italia y esperaba obtenerlo de Austria, pues no lo había conseguido estando allí España.

De todos modos El Vaticano, durante la Guerra de Sucesión, actuaba con la doblez característica suya, y mantenía nuncios en los dos bandos, uno en Barcelona y otro en Madrid. Esta postura indignaba sobremanera a Felipe V, y decidió, tras consultar a consejeros, juristas y teólogos, que el embajador de España en Roma, duque de Uceda, abandonara la ciudad, y que el nuncio de Madrid abandonara también la ciudad, haciéndole una despedida popular y con todos los honores, pero expulsado.

El cese de relaciones entre el país católico que más aportaba a la caja de El Vaticano, y el jefe de los católicos, presentaba varios problemas: como el Papa era el único que podía hacer los nombramientos de obispos, las diócesis se empezaron a quedar vacantes; las dispensas matrimoniales (permiso para casarse entre familiares) no se daban y ello provocaba mucha inquietud en las zonas rurales donde el parentesco era frecuente; los dineros producidos por los negocios de la Iglesia, que debían ir a Roma y el Papa cedía, según lo estipulado, una parte al Estado español, no se estaban repartiendo, y ambas partes perdían.

Los integristas españoles defendieron el pleno derecho del Papa al goce de los privilegios e inmunidades jurídicas de que gozaba la Iglesia. Pero muchos obispos españoles aceptaron que, de hecho, había ruptura de relaciones entre El Vaticano y el Estado español desde 1709. El punto concreto de ruptura era el decreto de 22 de abril de 1709 sobre asuntos eclesiásticos, que prohibía el comercio con Roma, prohibía el envío de dinero a Roma, y exigía que cualquier escrito del Papa, breve, orden, carta o bula, no podría ser publicado en España sin la previa autorización y censura del rey. Luis Antonio de Belluga y Moncada[4], obispo de Cartagena, se opuso frontalmente al decreto de 1709, argumentando que Dios había dado al hombre libertad para disponer de sus bienes y que el rey no tenía derecho a prohibir nada sobre ese tema. Belluga era uno de los grandes defensores de Felipe V de Borbón como rey de España.

Pero Felipe V consultó en 1715 al conjunto de los obispos españoles, y los obispos contestaron que la Iglesia tenía derechos a sus inmunidades jurídicas, pero que acatarían la autoridad del rey. En resumen, que no tomaban partido.

Ya en 1715, el conflicto corría peligro de ir a más, pues Alberoni y la Farnesio habían decidido tomar Italia, ambición que compartía el Papa para sí mismo. Entonces fue necesario iniciar conversaciones que deberían dar lugar a un concordato en 1717, y que fracasaron: España, o Alberoni, exigían el beneficio de cruzada, subsidios, excusado, millones y diezmo sobre las rentas eclesiásticas y 150.000 ducados anuales para la lucha contra el turco que deberían provenir de bienes eclesiásticos, a cambio de reabrir la nunciatura en Madrid, renovar el derecho de comercio con Roma, y permitir el envío de dinero a El Vaticano. La propuesta española era lo mismo que decir que el Estado se quedaba con casi todas las rentas de la Iglesia producidas en España, y las negociaciones fracasaron.

Cuando en 1718 España entró en Cerdeña y Sicilia, las relaciones con Roma se rompieron y el nuncio en España fue de nuevo expulsado. Regresó en 1720.

En 1723 se intentó volver a las relaciones normales entre Madrid y Roma, y entonces Luis Antonio de Belluga, cardenal desde 1719, definió las nuevas normas a que había de atenerse la Iglesia, concordes a la bula “Apostoloci Ministerii” que definía la autoridad del concilio, regulaba la vida de los seminarios, incluyendo disciplina y formación académica, la vida de los párrocos, y la vida del clero regular, que debía depender del obispo ordinario, y no de Roma. Los clérigos regulares se opusieron a depender del obispo.

En 1736, España invadió Nápoles y Parma, y como el Papa creía que todos esos territorios debían ser suyos, las relaciones volvieron a romperse. Y una vez más, era imposible mantenerse en situación de ruptura de relaciones pues Roma perdía los cuantiosos ingresos que le llegaban de España, y el monarca español perdía los procedentes de la Iglesia española. Así que se negoció, y el 26 de septiembre de 1737 se llegó a un concordato.

El concordato de 1737 fue un juego de palabras de amistad y acuerdo entre las partes, sin concretar en nada ninguno de los puntos en discusión, y las posiciones entre los regalistas (jansenistas) y los papistas (ultramontanos o integristas) quedaron como estaban. Así que hubo que modificarlo.

El 11 de febrero de 1753 se llegó a un nuevo concordato. Los sujetos negociadores, Fernando VI y Benedicto XIV, eran más conciliadores, y se decidió negociar en dos salas, la una pública para asuntos no polémicos, y la otra privada o secreta, para asuntos más escabrosos, y se tomaron acuerdos concretos, pero aunque se suprimieron muchos privilegios eclesiásticos, también quedaron fijados los más importantes, y la polémica sobre que la Iglesia no debería tener privilegios continuó. De todos modos, el concordato de 1753 fue un comienzo de renuncia de la Iglesia a los privilegios, y se considera un triunfo de los regalistas moderados.

 

En 1759, el nuevo rey, Carlos III, planteó el problema de las regalías y argumentó sobre cuatro casos, que consideraba abusos de la Iglesia: Macanaz, el catecismo de Mesenguy, el Monitorio de Parma y la Compañía de Jesús.

En la época de Carlos III, eran tenidos por jansenistas el obispo de Salamanca Felipe Bertrán, 1704-1783; el obispo de Barcelona Josep Climent i Avinent, 1706-1781; el obispo de Orihuela Josep Tormo y Juliá, 1721-1790.

Era netamente antijansenista el obispo de Cuenca y la mayoría de los obispos, así como la Compañía de Jesús en bloque.

Carlos III se mostró defensor de los regalistas. Ya hemos hablado del caso Macanaz, el hombre que se atrevió a reclamar la regalías frente a los privilegios de la Iglesia en 1713, y fue condenado por la Inquisición en 1716, confiscados sus bienes, y obligado a vivir exiliado en Francia. En 1748 se le dijo que se revisaría su caso y se animó a volver a España. La Inquisición se decidió a aplicar las sentencias de 1716, y el Estado se adelantó, le detuvo por motivos políticos y le apresó en La Coruña, evitando que cayera en manos del Santo Oficio. En diciembre de 1759 empezaba el reinado de Carlos III, quien en su reinado sobre Nápoles ya había tenido enfrentamientos con los Papas, que querían territorios y riquezas que nada tenían que ver con el cristianismo, y se había enfrentado al Papa, como muchos italianos lo hacían. Carlos III se traía a Esquilache, y éste liberó inmediatamente a Macanaz, lo cual fue considerado por los integristas católicos como un ataque a la Inquisición. Macanaz tenía por entonces 90 años, y muchas de las cosas que había reivindicado en 1713 para el Estado, ya se habían conseguido. Pero en esta ocasión, el rey, le apoyaba decididamente y se escondía ante la Iglesia como sus dos predecesores. Recibía la última satisfacción de su vida.

El catecismo de Mesenguy era un libro de 1744 titulado Exposición de la Doctrina Cristiana, publicado por François Philippe de Mesenguy, quien hacía su propia traducción de la Biblia poniendo en duda la infalibilidad pontificia. En 14 de junio de 1761 fue considerado una herejía.

El monitorio de Parma es un documento de 1768, emitido por el Papa, en el que negaba que los derechos y regalías de los reyes españoles pudieran ser ejercidos en territorios fuera de España misma, a lo que reaccionó Carlos III prohibiendo la publicación de los documentos papales sin previo permiso y censura del rey.

El tema de la compañía de Jesús, era un problema de que, en su voto de obediencia al Papa por encima de todo, se hacían integristas e iban contra el Estado en las cuestiones en que había disputa entre monarca y papa. En tiempos de Fernando VI hicieron declaraciones fuera de España en contra del monarca, mientras en España se mostraban dóciles, defendiendo sus colegios y sus intereses económicos, lo cual encolerizaba al rey y sus ministros. En 1766 algunos estuvieron implicados en la campaña contra Esquilache y en el motín generalizado en muchas ciudades de España, por lo que se aprovechó para expulsarles, y la Orden acabó disuelta en 1773.

 

El jansenismo español fue muy fuerte en tiempos de Carlos III. Era un jansenismo de aceptación de la ciencia y de la razón frente a los integristas que se cerraban en la letra de la Biblia: Podemos destacar al portugués Antonio Pereira de Figueiredo en 1760, y también al bibliotecario real Mayans y Siscar en 1733-1739, José Climent un valenciano que formó un grupo jansenista en Valencia y llegó a ser obispo de Barcelona, Felipe Bertrán que llegó a ser obispo de Salamanca e inquisidor general. A partir de 1761 se produce el momento de más fortaleza de los que querían acabar con el Santo Oficio y reformar la Iglesia Católica. La Inquisición perdió mucha fuerza gracias a sus esfuerzos, traducidos en leyes por los reyes, de modo que quedó reducida a elaborar el Índice de libros prohibidos. No obstante, los altos funcionarios tenían dispensa para leer esos libros prohibidos.

Los jansenistas españoles se oponían a las doctrinas del jesuita Luis de Molina, el molinismo en su obra anterior a 1600 “Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis”: decía Molina que la gracia de Dios y la voluntad del hombre de aceptarla o no, estaban ya previstas por Dios, por la presciencia divina que lo sabe todo desde toda la eternidad. De forma que Dios conoce de antemano lo que el hombre hará con la gracia que se le concede y sabe si será aceptada y rechazada por el libre albedrío del hombre. Se escandalizaron de ello los dominicos y pidieron que la Concordia fuera incluida en el índice, y en Valladolid, el enfrentamiento llegó a las características de tumulto popular entre frailes. Las comisiones encargadas de juzgar la obra de Molina dictaminaron siempre la heterodoxia de la misma y Clemente VIII a duras penas pudo evitar la condena de dicha obra y de sus defensores los jesuitas. Por fin el Papa Paulo IV en 1607 dictaminó que las posiciones de los dominicos y de los jesuitas eran ortodoxas y compatibles, cosa incomprensible para la mayoría de los cristianos.

En España, la Iglesia católica tuvo buen cuidado de esconder este movimiento.

La Iglesia cristiana española condenó el molinismo, condenó la moral laxa de muchos clérigos, habló contra el regalismo como sometimiento de la Iglesia al Rey de España por dinero, y defendió la independencia de los obispos y su no sometimiento a la autoridad del Papa. Todas estas posturas estaban en contra de los jesuitas, lo cual llevaría a la disolución de la Compañía de Jesús en 3 de abril de 1767 siendo rey Carlos III y a la supresión de la Compañía en 1773 por el Papa Clemente XIV.

En efecto, la Iglesia estaba tan corrompida como la sociedad en que se movía, y los cargos eran ocupados, no por valía o vocación personal, sino por relaciones familiares y amistades con los dirigentes eclesiásticos.

En 1791, cuando los franceses de la Asamblea Nacional publicaron la Constitución Civil del Clero, depurando la Iglesia francesa, resurgió la polémica.

 

 

El caso Manuel Rubín de Celis[5].

 

En España había ilustrados revolucionarios en política y jansenistas en religión, que convivían con personas integristas católicas. En una misma familia, se produjeron casos de revolucionarios y jansenistas conviviendo con conservadores: En Santiuste de Buelna (Asturias) había una familia, los hijos de Pedro Rubín de Noriega y de Juana Pariente, (que en puridad serían Rubín de Noriega y Pariente, pero que en algunos libros vienen citados como Rubín de Celis, no sé por qué) en la que hubo: un Miguel Rubín de Noriega militar que en 1789 se pasó a Francia y acabó nacionalizándose francés; Fernando Rubín de Noriega juez de Marina de Llanes y alcalde mayor de San Luis de Potosí; Antonio Rubín de Noriega, benedictino, abad de Santa María la Real de Obarenes; Felipe Rubín de Noriega, párroco de San Tirso el Real, canónigo de Burgos y prior de Roncesvalles; Ramón Rubín de Noriega, catedrático en Valladolid; Joaquín Rubín de Noriega, teniente coronel de infantería; y Manuel Santos Rubín de Noriega, director de El Corresponsal del Censor, conocido ilustrado.

El caso de jansenismo español que destaca Virginia Calvente es Manuel Rubín de Celis:

Manuel Rubín de Celis Primo Terán[6], 1712-1784, era natural de Valle de Cabuérniga (Cantabria), fue obispo de Cartagena-Murcia y conocido jansenista. Manuel Rubín de Celis, había estudiado en la Universidad de Valladolid la carrera de Derecho y se ordenó sacerdote siendo destinado a Cabuérniga, su pueblo. Pero no fue en Valladolid donde recibió las ideas jansenistas, sino en un viaje que hizo a Italia, antes de 1740, para conocer De Propaganda Fide. Se le destinó a Murcia en 1743 como Visitador General y juez de causas pías y testamentos en Cartagena. En 1752-1766 estuvo en Palencia y se escandalizó de las muchas supersticiones y milagrerías que componían la religión de aquella época, lo que aconsejaba suprimir muchas cofradías que sólo servían para estafar y abusar de la gente crédula. El obispo de Palencia en 1750-1764, Andrés de Bustamante, luchaba contra creencias absurdas, que había que racionalizar, por muy disfrazadas de religión que estuvieran. Algunas supersticiones servían para sacar dinero a los pobres e incautos, pero había otras muchas, menos lucrativas e igualmente irracionales:

Los huesos hallados por casualidad se convertían en reliquias de santos a las que se debía dar culto.

Las imágenes que lloraban y exudaban, eran demasiado frecuentes.

Las creencias absurdas, como que el toque de campanas evitaba las heladas (y así, cuando helaba, los vecinos se ponían a repicar), que las palmas del Domingo de Ramos clavadas en los cultivos evitaban el rayo, que las cruces evitaban el pedrisco, que las procesiones y rezos con algunas imágenes de santos, podían traer la lluvia, evitar la peste, cortar la lluvia cuando era excesiva…

Las romerías: En teoría eran reuniones masivas de gente para venerar a un santo o virgen en torno a una capilla, y en efecto, se celebraba una misa y una procesión, pero lo esencial de la romería venía después, cuando la gente iba a los puestos de venta de vino y aguardiente, comían abundantemente, y empezaba la música, el baile, y a menudo acababa la fiesta en riñas, blasfemias, abusos sexuales… que era por lo que en realidad acudía la gente. El baile “agarrado” por parejas estaba prohibido por los sacerdotes.

Las peregrinaciones: Muchos de los peregrinos eran mendigos disfrazados, que recorrían los pueblos de España en todas direcciones, pues decían peregrinar a cualquier santuario o a Santiago, y vivían de la mendicidad.

Los gigantes y cabezudos: Seguramente tenían un significado atávico, que desconocemos, cultural y tradicional, pero lo que no tenía sentido en el XVIII es que salieran en las procesiones católicas.

Los misioneros: Iban a los pueblos para predicar durante una o dos semanas los ejercicios espirituales. Acudía a los sermones mucha gente, porque lo exigía el párroco y nadie quería conflictos con la Inquisición si se significaba como no religioso. El predicador portaba un crucifijo, una calavera y una pintura de un alma condenada o de unos cadáveres. El predicador hablaba de la situación moral del momento, que calificaba de inmoral, pecaminosa, que llevaría a Dios a castigar el pecado, y por último del castigo divino tras la muerte. El último día, había confesiones masivas, declaraciones colectivas de enmienda y renuncia al pecado. Y los misioneros se llevaban su dinero e iban a otro pueblo a repetir la escena.

Las homilías inconvenientes de las misas: La misa era obligatoria en domingos y días de fiesta, pero se dispensaba de esa obligación en tiempo de cosecha, tras comprar la dispensa al párroco. Las homilías eran descuidadas en la forma, decían cosas inconvenientes, e incluso algunos sacerdotes no decían la homilía, lo cual estaba prohibido por el obispo.

Las formas exteriores en la misa: Algunos obispos ponían multas por no descubrirse al entrar en la iglesia, por llevar el pelo anudado, por llevar gambatos (capotes) a media pierna y sin abrochar, a las mujeres por calzar chanclas en misa, llevar cofia o redecilla o gorro, en vez del velo pertinente, por entrar y salir de la iglesia a fisgonear quién estaba y qué se hacía, por llevar vestidos provocativos con escote, o falda tan corta que dejara ver el calzado, o los brazos desnudos, o la cabeza descubierta.

El malfuncionamiento de las cofradías: Eran asociaciones, o corporaciones, de trabajadores o de vecinos en torno a un “santo misterio” o una imagen procesional, y bajo la advocación de un santo o Virgen determinada. Para ingresar, había que pagar una cuota o entrada, y luego una cuota mensual. La cofradía atendía a ayudas por enfermedad, paro, accidente (laboral o no) que impidiera trabajar, viudedad, y también aportaba dinero para redimir cautivos. Tenían ciertas prácticas religiosas como ejercicios espirituales o misas en días señalados, o procesiones. Los pagos de las cofradías a los sacerdotes eran contradictorios con los fines primeros de la institución, e incluso en ocasiones la anulaban completamente.

Los abusos de las Diputaciones de Caridad: recibían subvenciones del Estado procedentes del impuesto de vinos y licores, porcelanas y lozas, azúcar, cacao y otros productos de importación. Ese dinero no estaba controlado, y no parecía que fuese a parar precisamente a fines de caridad.

El fondo pío beneficial: era la aportación de la Santa Sede a obras de caridad, y salía de la tercera parte de las rentas beneficiales de los sacerdotes que no tenían “cura de almas”, que no eran curas. El dinero era incontrolable.

 

En 1762 ascendió Campomanes a Fiscal del Consejo de Castilla y en 1763 murió el Padre Rávago quien suponía una gran influencia de la Iglesia en la Corte, pero era regalista. Y Campomanes quiso eliminar la ascendencia que hasta entonces había tenido la Iglesia sobre el Estado. Para ello tenía que eliminar a los jesuitas y, en segundo lugar, tenía que lograr el triunfo del regalismo o capacidad del rey de proponer los cargos eclesiásticos.

El regalismo no era simple cuestión de influencia política, una cuestión teológica, o una disputa jurídica, sino que se trataba de controlar una salida constante de dinero hacia Roma en concepto de espolios, annatas, medias annatas y quindenios, indulgencias, diezmos y reservaciones papales. Toda esta recaudación de tributos era competencia, desde los Reyes Católicos hasta el Concordato de 1753, de la Nunciatura Apostólica en España. Con el Concordato de 1753, los cargos fueron nombrados por el rey y se trataba de 51.000 cargos en España e Indias, y los tributos correspondientes pasaban al Estado español. Todavía quedaban pendientes los asuntos de Colegios Mayores dominados por la Iglesia.

Y junto al regalismo se extendió el jansenismo español. El jansenismo español se oponía al poder omnímodo del Papa y argumentaba que la Iglesia debería dedicarse más a su misión salvadora y espiritual, y menos a recaudar dinero, llegando a defender la supremacía del poder temporal sobre el espiritual.

Manuel Rubín de Celis, el sujeto que venimos siguiendo, fue nombrado en 1766 ministro del Santo Oficio en Valladolid y fiscal del mismo Tribunal al poco. Allí comprobó que la Iglesia perseguía tanto a blasfemos y gente que iniciaba doctrinas no ortodoxas y delitos sexuales, como a gente que simplemente quería racionalizar la política y la Iglesia.

Y en 1766 se organizó el Motín de Esquilache, en el que tuvieron mucho que ver los jesuitas, y en 1767 fueron expulsados de España. Entonces Manuel Rubín de Celis fue nombrado obispo de Valladolid.

Por entonces, estaba colocando en puestos relevantes a religiosos innovadores un fiscal del Consejo de Castilla, llamado José Moñino Redondo, conde de Floridablanca.

El Papa Clemente XIII murió en 1769 y España hizo campaña por la elección de un Papa menos conservador. Clemente XIV era partidario de respetar las soberanías de los reyes y empezaron a ocurrir cosas insólitas dentro de la Iglesia: en 1771 se publicó en Francia el catecismo de Mesenguy que negaba la infalibilidad pontificia, se beatificó al obispo mejicano Juan Palafox que era de tendencia jansenista, se oyeron campañas contra las devociones al Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen, tenidas como supersticiosas y paganas y se publicó clandestinamente la segunda parte de Fray Gerundio de Campazas, sátira de los curas y frailes.

Al morir en Murcia un obispo conservador, integrista católico y filojesuita, Manuel Rubín de Celis fue propuesto para obispo de Cartagena-Murcia en 1773. Muchos clérigos murcianos habían sido expulsados por ser jesuitas. Se podía renovar la religiosidad murciana.

Floridablanca decidió crear maestros para conquistar la escuela (veía imposible crear profesores de enseñanza secundaria, y sabía que este nivel estaba en manos de religiosos), y decidió reformar la Universidad eliminando cátedras que favorecían a los conservadores jesuitas y libros en el mismo sentido.

Manuel Rubín de Celis, reformó el Seminario de San Fulgencio de Murcia, y Floridablanca, que era murciano, habló de la posibilidad de generar una Universidad a partir de San Fulgencio. Manuel Rubín de Celis y José de Floridablanca hicieron programas para el Seminario similares a los de las Universidades de Orihuela y de Granada en filosofía y teología, universidades en las que se acrecentaran las cátedras de derecho. Y Floridablanca fue nombrado Primer Secretario de Estado en 1777 y hasta 1792.

En los Seminarios españoles no sólo estudiaban religiosos, sino también laicos y eran a veces una especie de Universidad. Pero el nivel de conocimientos, una vez expulsados los jesuitas descendió y el proyecto de renovar el saber era complicado. Las cátedras estaban mal dotadas y cuando se encontraba un buen profesor, enseguida lo reclamaban otras Universidades que pagaban más o prometían más carrera política como era el caso de Madrid. Rubín de Celis introdujo el griego y el hebreo para poder estudiar mejor la Biblia. Autorizó libros antes prohibidos por la Inquisición. Aumentó en número de manteístas, laicos, hasta igualar al de los colegiales, nobles y religiosos.

Los dominicos y franciscanos lucharon contra Rubín de Celis por autorizar libros calificados de jansenistas.

Rubín de Celis prohibió las procesiones nocturnas de Semana Santa y las penitencias públicas y las danzas de gitanos delante de las imágenes. Los murcianos no abandonaron las danzas y las representaciones teatrales, sino que las pasaron a corrales de pago y siguieron practicando sus antiguos ritos.

Rubín de Celis creó la Sociedad Económica de Amigos del País de Murcia en 1777 y la dotó con 15.000 reales anuales y nombró catedrático de dibujo de la Sociedad Económica de Amigos del País de Murcia a Francisco Salzillo y Alcaraz en 1779.

 

El movimiento jansenista español perduró en España hasta final de siglo. Los jansenistas son considerados responsables de la decadencia de los Colegios Mayores donde los jesuitas reclutaban vocaciones y simpatizantes para su causa. A final del XVIII, la condesa de Montijo se reunía con canónigos de San Isidro, Juan Antonio Llorente, Joaquín Lorenzo Villanueva, Urquijo y otros para coordinar el movimiento jansenista.

En 1800 habían triunfado en España plenamente los conservadores, y habían arrinconado a los jansenistas españoles. Empezó entonces una época ultramontana, papista, integrista católica. Después de Jovellanos, Urquijo y Meléndez Valdés, que protegían a los jansenistas, éstos prácticamente desaparecieron. Aunque siempre quedaron algunos restos como Felix Amat en Barcelona y el arzobispo Armanyá en Tarragona, un agustino que era confesor real.

En 1808, los jansenistas españoles tuvieron la mala suerte de dividirse entre afrancesados y patriotas. Y a partir de 1814, definitivamente, Fernando VII acabó con todos ellos.

 

 

 

 

 

[1] Manuel de Roda y Arrieta, 1708-1782, hizo estudios medios con los jesuitas y más tarde fue manteísta en la Universidad de Zaragoza, donde estudio Leyes. Abrió bufete en Madrid en 1748 y en 1758 fue nombrado Agente de Preces en Roma, en 1760 embajador de España en el Vaticano. En 1765 fue Secretario de Despacho de Gracia y Justicia y tuvo la confianza del rey Carlos III hasta 1777. En ese tiempo luchó por la expulsión de los jesuitas, 1767, y por su disolución, 1773, contra los privilegios de los colegiales en las Universidades, y contra los poderes del Nuncio.

[2] Pedro Rodríguez de Campomanes y Pérez, 1723-1802.

[3] José Moniño y Redondo, 1728-1808,conde de Floridablanca,

[4] Luis Antonio de Belluga y Moncada, 1662-1743, sería nombrado cardenal en noviembre de 1719.

[5] Fuente: Calvente Iglesias, Virginia. D. Manuel Rubín de Celis (Valle de Cabuérniga, 1712-MURCIA, 1784) Un Obispo jansenista y regalista. Altamira, Revista del Centro de Estudios Montañeses. Gobierno de Cantabria, Consejería de Cultura Turismo y Deporte, Instituto de Estudios Montañeses, tomo LVIII, año 2005.

[6] Los Terán y los Rubín de Celis, familias emparentadas de Cabuérniga (Cantabria), tenían una empresa de transporte que hacía la ruta Cádiz-Cantabria, pasando por Madrid, y algunos de ellos se establecieron en Cádiz, pues tenían negocios en Venezuela, de donde importaban tinte añil y otros productos.