EL GOBIERNO ESPARTERO EN 1854-1856:
EL AÑO 1855.
SEGUNDO GOBIERNO ESPARTERO
29 noviembre 1854 – 14 de julio 1856.
El 8 de noviembre se inauguró la nueva legislatura. Había 349 diputados. Según Isabel Casanova Aguilar, el 52% eran “progresistas legales” dispuestos a colaborar con los moderados, el 25% moderados de unión liberal (todavía no se había formado el partido, pero ya era una tendencia dentro del Partido Moderado), el 13% demócratas, y el 10% moderados. La futura Unión Liberal, que se formaría oficialmente en 1858, tenía pues el 77% de los escaños. A medida que se producían escisiones entre los progresistas, y estas fueron a más, éstos necesitaban cada vez más a los moderados de la unión liberal. La tendencia fue que los progresistas fueron a menos y los de unión liberal a más. A medida que los diputados se pasaban a la unión liberal, O`Donnell ganaba fuerza y Espartero la perdía. Los progresistas más destacados del momento eran Martín de los Heros, Facundo Infante y José María Orense.
Joaquín Francisco Pacheco escribió el Discurso de la Reina. No era el momento republicano como quería el encargado de negocios estadounidense Soulé. Y Espartero tampoco deseaba volver a ser Regente y se conformaba con lo que siempre le había gustado, ser un gran figurón, aunque no decidiera nada nunca.
El Gobierno quedó configurado así:
Presidente, Joaquín Baldomero Fernández Álvarez, “Espartero”, duque de la Victoria y conde de Morella.
Estado, Claudio Antón de Luzuriaga / 6 junio 1855: Leopoldo O`Donnell Jorís, conde de Lucena (interino) / 2 de agosto de 1855: Juan de Zabala de la Puente marqués de la Puente y de Sotomayor.
Gracia y Justicia, Joaquín Aguirre de la Peña[1] / 6 junio 1855: Manuel Fuente Andrés / 15 enero 1856: José Arias Uría.
Guerra, Leopoldo O`Donnell Jorís, conde de Lucena / 24 diciembre 1855: José MacCrohon Blake (interino) / 13 de enero de 1856: Leopoldo O`Donnell Jorís.
Marina, José Félix Allendesalazar Mazarredo / 8 diciembre 1854: Antonio Santa Cruz Blasco.
Hacienda, Juan Manuel Collado Parada / 28 de diciembre 1854: Juan Mata Sevillano Fraile Pérez, I duque de Sevillano y marqués de Fuentes de Duero / 21 enero 1855: Pascual Madoz[2] Ibáñez / 6 de junio 1855: Juan Bruil Olliarburu / 13 agosto 1855: Antonio Santa Cruz Blasco (interino) / 20 de agosto 1855: Juan Bruil Olliarburu / 7 febrero 1856: Francisco Santa Cruz Gómez.
Gobernación, Francisco Santa Cruz Gómez / 6 junio 1855: Julián Huelves / 15 enero 1856: Patricio de la Escosura Morrogh / 25 junio 1856: Francisco de Luján Miguel y Romero (interino) / 9 de julio 1856: Patricio de la Escosura Morrogh.
Fomento, Francisco de Luján Miguel y Romero / 6 junio 1855: Manuel Alonso Martínez / 15 enero 1856: Francisco de Luján Miguel y Romero / 23 abril 1856: Patricio de la Escosura Morrogh (interino) / 16 de mayo de 1856: Francisco de Luján Miguel y Romero.
Cambiaba el Ministro de Estado Joaquín Francisco Pacheco Gutiérrez y el de Gracia y Justicia, José Alonso Ruiz de Conejares, hombres de O`Donnell. En esencia era el mismo acuerdo entre Espartero y O`Donnell que estaba vigente desde julio de 1854. O`Donnell permanecía en Guerra al frente del ejército.
Joaquín Aguirre de la Peña, fue el ministro de Gracia y Justicia recordado por castigar a los clérigos carlistas que habían combatido en 1833-1839.
El Gobierno de noviembre de 1854 recibió acoso tanto por la derecha, moderados de derecha, como por la izquierda, progresistas de izquierda, hasta el punto de que Espartero advirtió del peligro de repetir el fracaso de 1843. En efecto, por la izquierda el populismo provocaba desórdenes en Andalucía, Valencia, Cataluña y Castilla, y por la derecha, la camarilla de Isabel II era completamente contraria a un Gobierno que se había planteado recientemente cuestionar la monarquía y juzgar a la Reina Madre.
La labor de este Gobierno es muy importante en la historia por tres motivos principales, por el proyecto de Constitución progresista de 1856, por la Ley de Desamortización de 1 de mayo de 1855 y por la Ley General de Ferrocarriles de 5 de junio de 1855.
Espartero y O`Donnell en 1854.
Espartero era poco diplomático en el trato y demasiado simple o torpe en asuntos de gobierno. Su muletilla era que siempre buscaba satisfacer la voluntad nacional, “cúmplase la voluntad nacional”, lo cual era algo inconcreto y difuso. Espartero era un inútil en la política. Pero Espartero era necesario para mantener a los progresistas en la coalición que soportaba el Gobierno, pues de otro modo, Narváez u O`Donnell acabarían con el progresismo por la vía militar. El papel que tuvo Espartero en este periodo fue el de inaugurar frecuentemente pequeños tramos de ferrocarril, lo cual le hacía muy feliz.
O`Donnell permaneció todo el tiempo como Ministro de la Guerra y siempre enfrentado a Espartero. Por estos días tenía como secretario a Cánovas del Castillo, muy joven todavía, del que se dice que partió la idea de la citada Unión Liberal.
El “Gobierno de los dos Cónsules”, Espartero y O`Donnell, estuvo siempre hostigado por las Cortes y por la prensa, lo que propiciaba frecuentes crisis que se resolvían cambiando unos pocos ministros en Estado, Hacienda, Gobernación y Fomento. La inestabilidad fue la característica del Bienio 1854-1856.
Las Cortes Constituyentes de 1854[3].
Todos los españoles entendían que las elecciones de octubre habían sido a Cortes Constituyentes. La convocatoria de 11 de agosto de 1854 no lo decía expresamente, pero así lo parecía a la opinión publicada. Y así lo entendía también el Gobierno.
Las Cortes se reunieron en 8 de noviembre de 1854, antes de esta segunda legislatura de Espartero, e iniciaron la redacción de una Constitución encargando a una Comisión que presentara un Proyecto, y éste estuvo listo el 23 de enero de 1855 como borrador, discutiéndose en las Cortes todo el año 1855 hasta ser aprobado en enero de 1856. Por diversas dudas de índole jurídica, no se publicó, y la Constitución de 1856 nunca entró en vigor. Provisionalmente, se puso en vigor la Constitución de 1837, que es el elemento diferenciador de este bienio e hizo que le denominaran “progresista”. Lo daremos por terminado cuando se restableció la Constitución de 1845.
El 11 de noviembre se nombró la correspondiente Comisión Constituyente integrada por Salustiano Olózaga, Cristóbal Valera, Modesto Lafuente, Antonio de los Ríos Rosas, Manuel Lasala, Vicente Sancho y Martín de los Heros, los cuales redactaron las “bases” de lo que debía ser la nueva Constitución: La soberanía reside en el pueblo, del que emanan todos los poderes; libertad religiosa en lo posible, sin soliviantar a los católicos; monarquía en la persona de Isabel II y sus descendientes. Más tarde, se añadieron a estos tres principios básicos, el de un sistema bicameral, con ambas cámaras elegibles, sin escaños vitalicios ni de designación real.
Los debates sobre las “bases” constitucionales fueron lentos y se interrumpían cada vez que se proponía una ley que parecía importante, así que las discusiones duraron dos años y se terminaron justo en el momento en que cayó el Gobierno de la época que estamos considerando. Alguien ha llegado a pensar que los diputados estaban dilatando conscientemente las discusiones constitucionales porque, en el momento en que las aprobaran, debían convocar elecciones y posiblemente perdieran sus escaños y perdieran la mayoría unionista que habían conseguido inesperadamente en 1854 por retraimiento de los moderados en las elecciones.
El 23 de enero de 1855 empezó la discusión constitucional en un punto conflictivo: la soberanía nacional. Los progresistas querían plasmar nítidamente el principio de soberanía nacional y no se conformaban con una mención a ello en el preámbulo. Lo querían en el articulado. Antonio Cánovas del Castillo y Antonio de los Ríos Rosas se opusieron a que el concepto figurara en el articulado porque ello implicaría sufragio universal, algo en lo que todos, moderados unionistas y progresistas legales, estaban de acuerdo en que no se podía arriesgar.
En la discusión constitucional, enseguida surgieron diferencias entre los progresistas, los unionistas y los demócratas, en cuanto se produjeron los debates sobre soberanía nacional, libertad religiosa, o función de la Corona. En 30 de noviembre de 1854 se discutió la constitucionalidad de la monarquía. En enero de 1855 e discutió la cuestión de la soberanía nacional cuyo punto clave radicaba en si las Cortes se podían reunir por sí mismas o a convocatoria del Gobierno o de la Corona. Los moderados llegaron a poner voto de censura al Gobierno, pero lo perdieron.
El 2 de julio de 1855 acabaron las discusiones sobre las Leyes Orgánicas con valor constitucional que deberían aprobarse junto a la futura Constitución. Se había dedicado más de medio año en estas discusiones. En esta fecha se reanudaron las discusiones sobre el articulado constitucional. Tal vez por ello, la elaboración de la constitución de 1856 fue tan lenta que nunca llegó a aprobarse.
Controversias ideológicas en 1854.
Era un proyecto constitucional difícil, pues las Cortes de 1854 debían contentar a los progresistas de Espartero que lideraban el Gobierno y a los moderados unionistas de O`Donnell que dominaban las Cortes.
Los esparteristas, progresistas puros, querían milicia nacional, reunión de Cortes por derecho propio, libertad de imprenta como medio de control al Gobierno, descentralización administrativa y desamortización.
Los odonellistas, moderados puritanos, querían principio de autoridad del Gobierno, orden en las calles, senadores por derecho propio y Senado.
Además, se temían las consecuencias de lo que aprobaran, pues a mayor participación electoral más posibilidades de fracaso progresista-legal. Espartero no era un líder nato, sino un mito encumbrado por las multitudes, y la calle se levantaba cada semana. Los moderados duros por la derecha y los progresistas duros, demócratas y republicanos, amenazaban la popularidad de Espartero. En 1854-1855, los levantamientos se producían en las ciudades. A partir del verano de 1855 se producían también en cualquier centro urbano secundario. La situación daba impresión de anarquía. Y además, el pueblo soportaba una epidemia de cólera, una crisis económica. Y el Gobierno tenía que pechar con la poca recaudación de Hacienda.
La situación político-económica del Gobierno de 1854 de fines de 1854 era difícil: tenía que pagar a los que habían colaborado en los motines de 1854 y para ello se aprobaron algunas partidas secretas, reservadas para Presidencia del Gobierno; había que “comprar” a todo el ejército de funcionarios para poder ganar las elecciones siguientes. Y por medio estaba la “guerra por los empleos”, una guerra en la que todos se consideraban con derecho a obtener un sueldo de la Administración, tanto los que administraban hasta 1854 como los que se habían alzado en 1854. La solución de Espartero, a todas luces populista, era duplicar los cargos y colocar a todos. Lo cual contentaba a la gente. Pero aquella decisión era absurda, pues un Gobierno que no recaudaba y tenía que reducir el número de funcionarios, no podía duplicar el número de éstos sin apuntar a la quiebra a corto plazo.
Una solución que aportaban los revoltosos de 1854 era crear la Milicia Nacional, inscribirse todos en ella, y tratar desde allí de acceder a los cargos públicos, a la vez que se creaban cargos en la propia Milicia Nacional. Ante tal perspectiva, por muy absurdo que nos parezca desde un punto de vista objetivo, se apuntaron a la Milicia Nacional algunos nobles progresistas, los artesanos que estaban siendo enviados al paro por la crisis y el cambio industrializador, los negociantes que se habían arruinado o sentían próximo el final de su negocio y, en general, todos los que querían medrar. Lo primero era repartirse los mandos intermedios de Milicia Nacional, y se hicieron con ellos algunos pequeño-burgueses. El uniforme de miliciano se convirtió en pasaporte de inmunidad frente a la justicia y era deseado por todos. Y la Milicia Nacional servía tanto para evitar un desorden, como para provocarlo, según conviniera a saber quién.
También renació la masonería. El Presidente de la Junta de Salvación, Armamento y Defensa era un conocido masón, y ello era un atractivo para los demandantes de empleo. En esos años, se era masón por razones ajenas a la idea de la masonería. Más bien por arribismo.
Las leyes de 1854.
Las Cortes del Bienio hicieron una serie de leyes, unas noventa, algunas de ellas desafortunadas, populistas, improcedentes, inoportunas, aunque otras muy importantes para el conjunto de la historia de España, que acabarán con el progresismo por descrédito del Gobierno y de los progresistas. Algunas de ellas fueron:
Acabaron con las Diputaciones y Ayuntamientos para volver a las leyes de 1821, lo cual fue romántico, pero inoportuno cuando menos.
Ya no fue necesario el pasaporte a los españoles para viajar por territorio español.
Hubo permiso para emigrar al extranjero.
Se separaron los profesores de la Universidad de los del Bachillerato en cuerpos distintos.
En el tema de las colonias se decidió su equiparación total en derechos con el territorio español, cosa que resultaba imposible, primero, porque la constitución de 1845 lo prohibía, y la nueva constitución del bienio nunca se publicó, y en segundo lugar, porque los problemas eran más complejos que los que España conocía y las minorías criollas no tenían oportunidad alguna, como minoría, dentro de un partido en España, o como partido minoritario independiente.
El problema del catolicismo.
La ruptura con Roma: El 8 de diciembre de 1854, el Papa Pío IX, en la bula Ineffabilis, proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción. Lo hizo el Papa de su mano mayor, sin aprobación previa del Concilio, confirmando la tendencia autoritaria en la cabeza de la Iglesia católica. Un dogma católico es proclamar un principio de fe nuevo que es necesario creer para seguir siendo católico. En este caso, se proclamaba principio de fe, que la Virgen María había seguido siendo virgen después del parto de Jesús y durante toda su vida posterior. El Gobierno del Bienio Progresista ejerció su derecho de Regium Exequatur para no publicar la noticia del dogma dicho, a pesar de que era una tradición mantenida por los integristas católicos españoles desde el siglo XVIII. La decisión del Gobierno no gustó a la jerarquía católica española que tenía preparadas grandes fiestas para celebrar la proclamación hecha por el Papa.
Los Gobiernos liberales del Bienio Progresista no asignaron a la Iglesia Católica ningún papel económico en la sociedad liberal, y ello es un tema discutible: Es cierto que los abusos y privilegios de la Iglesia católica habían sido muchos y los había gozado durante mucho tiempo, pero una institución tan grande como la Iglesia española jugaba un papel económico y social en la sociedad. Había que identificar ese papel y darle una regulación legal.
Los liberales del Bienio se centraron en denunciar el Concordato de 1851, y no en identificar cuál debía ser el papel de la Iglesia.
El 19 de agosto de 1854, los diputados pidieron a los obispos que, antes de condenar o prohibir una publicación, oyeran a su autor y obtuvieran un permiso de la Reina para poder prohibir. Esta petición limitaba los poderes concedidos a los obispados en el Concordato.
Los liberales estaban obsesionados por asegurar la libertad de conciencia, la libertad de cultos, lo cual incluía la protección del Estado Español a la manutención del culto y del clero. Pero mostraron mucha hostilidad para con los religiosos católicos: el 19 de agosto de 1854, recordaron a los obispos que los predicadores no podían abordar en el púlpito cuestiones políticas ni sociales; en febrero de 1855, autorizaron a los Gobernadores Civiles y demás autoridades de Justicia, para que reprimieran los abusos de púlpito; en mayo de 1855, el Gobierno cesó en la regencia de los curatos a los ecónomos católicos que hubieran sido carlistas, o que se hubieran ordenado en el extranjero en 1833-1839; en agosto de 1855, el Gobierno pidió que los Gobernadores informasen al Gobierno sobre las actitudes políticas de los religiosos, clasificándoles como dóciles al Gobierno, reticentes, u opuestos al Gobierno; en septiembre de 1855, el Gobierno prohibió a las autoridades y corporaciones religiosas enviar “exposiciones” a la Reina y a las Cortes, de modo que, en adelante, estas exposiciones habrían de ser a título individual, como cualquier ciudadano español, y debían tener la autorización real en el caso de que quisieran que fueran publicadas.
Con todo ello, los progresistas estaban entrando en un campo en donde ningún legislador había entrado nunca: Intentaban reorganizar el estamento eclesiástico, la adscripción y distribución de sus miembros, a fin de adecuarlo a las necesidades reales de los españoles. Y en esta labor, se recomendó a los obispos que dieran algún cargo a los exclaustrados y miembros de colegiatas suprimidas, pues eran muchos miles los que eran pensionistas del Estado y se quería que dejasen de serlo y pasasen a ser clero ordinario no pensionado, sino que viviera de un cargo eclesiástico. Se exigió que los sacerdotes pagasen contribuciones. Se exigió reducir el número de seminaristas a fin de aliviar a medio plazo el problema de exceso de clero. Se decretó suprimir cuotas y beneficios. Y el 1 de abril de 1855, se prohibió conceder órdenes sagradas a más personas de las necesarias para atender las necesidades reales de las parroquias. El problema era que había exceso de sacerdotes y déficit de curas, y el Gobierno quería más curas y menos sacerdotes sin curato. Los curas son sacerdotes que trabajan en contacto directo con la gente, que tienen “cura animae”.
También se regularon los entierros. La Real Orden de 18 de abril de 1855 suprimió el pago de derechos a todas las parroquias por donde pasaba un cadáver hasta llegar al cementerio escogido por el difunto o por la familia. El 14 de febrero de 1856 se permitió construir cementerios no católicos. Ambas disposiciones serían derogadas en 13 de octubre de 1856, cuando volvió a estar en el poder el catolicismo integrista.
En las relaciones con la Iglesia, una deficiencia obvia de los progresistas españoles de 1854 fue no hacer frente desde el Estado a las necesidades sociales de la enseñanza, hospitalización, vivienda y alimentación de los pobres. El liberalismo todavía no contemplaba estas necesidades sociales, lo cual dará lugar a la aparición de socialismos (mutuas y partidos políticos). El problema era que los progresistas podían hablar mal de la Iglesia y criticar sus numerosos defectos, pero no podían suplir las carencias sociales que se producirían si la Iglesia abandonaba el cuidado de esas carencias sociales. Las discusiones se limitaban a un plano teórico y creaban mal ambiente entre progresistas y católicos, pero las discusiones no resolvían nada. La fe en que el liberalismo resolvería todas las cuestiones por sí mismo, era una utopía imposible de aceptar por alguien no convencido de antemano para aceptar los dogmas liberales.
Los progresistas estaban descontentos con el hecho de que los sacerdotes católicos cobraran a costa del presupuesto de Hacienda. Hablaban de reducir las pagas y decían que los sacerdotes eran personal dependiente del Estado. A este razonamiento contestó Alejandro Franchi, Encargado de Negocios del Papa en España, que los sacerdotes no eran funcionarios, sino personal regulado por el Concordato de 1851. Entonces, los progresistas, que no tenían dinero para gestionar el Estado, pidieron la revisión del Concordato de 1851. Pero no se atrevieron a denunciar el Concordato.
El obispo y cabildo de Salamanca elevaron una “exposición” a las Cortes en 1855 en la que relacionaban el dinero entregado por el Estado a la Iglesia con los servicios de beneficencia y enseñanza que la Iglesia prestaba. Este argumento quedó fijado en las discusiones futuras. En la exposición, los de Salamanca argumentaban que el respeto a la propiedad era fundamental para dar confianza al capital interior y exterior, que los compradores de tierras desamortizadas tenían como apoyo principal de su propiedad el Concordato de 1851, pues si se rompía el Concordato quedarían en situación legal dudosa. Los de Salamanca terminaban diciendo que la nueva desamortización, la de 1855, conducía a la anarquía y a la revolución social, pues dejaría a España sin el código moral fundamental que les proporcionaba la Iglesia y que era soporte del Estado. Sin ese código moral, la sociedad se entregaría al comunismo y al socialismo, pues todos los pobres quedarían desamparados y no tendrían más camino que la revolución socialista.
La alegación de Salamanca era muy seria, pero no sirvió de nada. El Ministro de Estado, general Zavala, salió del atolladero como pudo, con buenas palabras, diciendo que la desamortización no rompía los acuerdos del Concordato de 1851. Pero no entró en el tema de fondo.
El Papa contestó que el Estado español estaba conculcando el derecho de propiedad reconocido por el Concordato. También dijo que la Iglesia era una obra de Jesucristo y que los Gobiernos españoles estaban reincidiendo en sus ataques al patrimonio eclesiástico lo que significaba ataques a la doctrina de Jesús. Se cree, que este documento papal lo redactó Giovanni Brunelli. El documento abundaba en argumentos ya expuestos en los anteriores: que los sacerdotes no eran funcionarios del Estado y que la Iglesia no había obtenido ventajas económicas en el Concordato de 1851 sino que los bienes de la desamortización habían sido tasados muy por encima de su valor real en el mercado, y la Iglesia se veía perjudicada porque aparecía como muy bien pagada, cuando en la realidad le llegaban pocos ingresos. También decía que el permiso para convertir bienes de la Iglesia en deuda consolidada al 3%, se limitaba sólo a los bienes citados en el Concordato de 1851 y no a los de cofradías, ermitas y santuarios, ni a bienes adquiridos con posterioridad a 1851.
No obstante estos argumentos, los progresistas, en Real Decreto de 5 de octubre de 1855, le arrebataron a la Iglesia el título de propiedad de los bienes desamortizados, aunque recibiera por ello deuda al 3% y una prestación del Estado para culto y clero. Desde 1 de enero de 1856, la Iglesia española dependió de la aportación del Estado y ello supuso una derrota importante para la Iglesia.
Política económica en 1854.
El hambre, las crisis, favorecieron las revueltas de 1854, no las provocaron, pero las favorecieron. Y luego vino el cólera. Y en 1856 todo estaba peor que en 1854.
El invierno de 1854 fue duro: subieron los precios del pan y hubo mucho paro. Los alimentos se exportaban a buen precio a Crimea, donde había una guerra, y ello hacía subir los precios en España. El descontento crecía. Cada semana había motines, unas veces de obreros, y otras de campesinos.
El progresismo político vendió empresas a extranjeros para obtener capital. A esta actitud se la llamó a veces “librecambismo”, porque el término librecambismo no significó entonces lo que podríamos entender ahora. En general, los aranceles no fueron modificados, que es lo que entenderíamos hoy por librecambismo, sino que se realizó una política de venta de empresas a franceses e ingleses.
La causa de esta actitud política es que el Estado necesitaba dinero. Los impuestos no se estaban cobrando porque eran muy difíciles de cobrar. Por ello, la desamortización de Madoz no tuvo otro fin que recaudar dinero. La promesa de reducir los impuestos que habían hecho los progresistas, resultó imposible de cumplir.
En diciembre de 1854, y ante la evidencia de ruina del Estado español, se recibió una oferta de compra de Cuba de parte de los Estados Unidos, oferta que rechazaron las Cortes de Madrid. En el Manifiesto de Ostende, los Estados Unidos amenazaban a España: “si España no vende Cuba, los Estados Unidos la conquistarán”. Estados Unidos no se atrevió a declarar la guerra a España porque Francia y Gran Bretaña se oponían, pero provocó incidentes llevando sus barcos a aguas cubanas. Estados Unidos volvió a proponer la compra en 1856 y en 1858.
Una de las fortunas del momento era Estanislao Urquijo y Landaluce, 1816-1889, marqués de Urquijo, 1871-1889. Estanislao era un alavés que acudió a Madrid a casa de su tío, Antonio de Landaluce, rentista inmobiliario, el cual le introdujo en los negocios de la banca y la bolsa llegando a hacer de él un experto. Ello le permitió ser el hombre de los Rothschild en España y conseguir una gran fortuna, constituir Ferrocarriles del Mediodía y varias empresas mineras. En 1871, Amadeo I le nombró marqués de Urquijo. En 1883 fue Alcalde de Madrid.
Otra de las fortunas era Juan Mata Sevillano Fraile, I duque de Sevillano y Marqués de Fuentes de Duero, del que hemos hablado más arriba.
Una tercera fortuna era José de Salamanca Mayol, marqués de Salamanca y conde de los Llanos.
Y tenemos que contar con la de Agustín Fernando Muñoz y Sánchez Duque de Riánsares y la de María Cristina de Borbón.
Los presupuestos de 1855.
En 18 de diciembre de 1854, Juan Manuel Collado presentó los presupuestos. Proponía la reducción de 100 millones de los 1.500 millones habituales de gastos del Estado. Era una reducción ridícula. Y para esa reducción de 100 millones, había que bajar los sueldos de los empleados civiles del Estado, sustituir el gravamen de consumos por otro equivalente que no bajaba en nada los precios. Las Cortes no aceptaron este presupuesto y Collado dimitió.
El nuevo ministro de Hacienda fue Juan Mata Sevillano duque de Sevillano. A Sevillano le preocupaba sobre todo el alza de precios. Pensó en poner tasas nuevas, pero ello era lo contrario de lo que los progresistas habían prometido durante años, no fue admitido ni por su propio partido y dimitió a las pocas semanas.
En 25 de enero de 1855 se hizo cargo del Ministerio de Hacienda Pascual Madoz. La solución de Madoz para disminuir la deuda fue la desamortización.
La discusión de relaciones Iglesia-Estado.
El 8 de febrero de 1855 se debatió en Cortes el derecho de libertad religiosa con motivo de la discusión del articulado constitucional. El texto propuesto en el borrador decía: “La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles. Ningún español ni extranjero puede ser perseguido civilmente por sus opiniones mientras no las manifieste por actos públicos contrarios a la religión”. Este texto no podía ser aceptado por los integristas españoles, pues éstos deseaban que el Estado español se declarara católico, y además, el texto no garantizaba el futuro de las riquezas de la Iglesia española. El segundo párrafo del proyecto constitucional declaraba la libertad religiosa y cierta permisividad de actuación de otras religiones distintas a la católica, siempre que no se practicaran en actos públicos contrarios a la religión católica. Esto significaba abiertamente la aconfesionalidad del Estado español y que el Estado no perseguiría a los que tuviesen opiniones contrarias a las del catolicismo. Y, lógicamente, la jerarquía católica, cuidadosamente elegida para mantener el integrismo, se indignó. Las discusiones fueron largas y con mucho público en las tribunas. El público de las Tribunas de las Cortes intervenía en las discusiones gritando a favor o en contra de los oradores. Se presentaron 10 enmiendas al proyecto, Nueve de las enmiendas presentadas eran demócratas y pedían la libertad de cultos abiertamente en el texto constitucional y sin circunloquios. Y el ambiente de crispación saltó a la calle donde los anticlericales gritaban en los cafés y los integristas católicos publicaban alegatos en los periódicos católicos en tal tono que algunos fueron cerrados.
A fines de abril de 1855, los Ministros liberales presentaron a Isabel II una Ley de Desamortización que habían aprobado las Cortes. Isabel II se negó a firmarla. Espartero y O`Donnell, que se la habían presentado, quedaron contrariados. Se averiguó sobre el veto de la Reina que se trataba de una conspiración de monseñor Alejandro Franchi, Encargado de Negocios de la Santa Sede en Madrid, el cual había conminado a Isabel II para que no firmase esa ley, a pesar de que había sido aprobada en Cortes. No sólo era un desafío a la democracia, sino un desprecio hacia los líderes Espartero y O`Donnell. Pocos días después, se convenció a Isabel para que firmara. Franchi lo tomó como un desafío a la Iglesia, y en julio de 1855 cerró la Nunciatura y se marchó de Madrid.
El 15 de julio de 1855, el nuncio Franchi decidió marcharse de España. El 26 de julio, Pío IX denunció la ilicitud de la desamortización, alegando que iba contra el Concordato, y prohibió a los católicos comprar bienes procedentes de la Iglesia. No se le hizo caso, pues los católicos también creían en el negocio de comprar fincas. Los bienes de la desamortización fueron liquidados con rapidez. El Gobierno español desterró al obispo de Osma, conocido integrista católico y la prensa católica que amenazaba al Gobierno español, fue a su vez amenazada y algunos números se le retiraron. El 21 de agosto de 1855 se clausuró el Tribunal de La Rota. Y surgieron por todas partes manifestaciones, las unas de católicos en contra del Gobierno, y las otras de anticlericales protestando por las exigencias católicas. Las tensiones entre Iglesia y Estado estaban en un nivel alto en verano de 1855.
El Gobierno español ordenó al embajador en El Vaticano, Francisco Pacheco, que abandonara Roma. Una vez más, se habían roto las relaciones de España con el Papa, que no habían existido entre 1833 y 1847. En mayo de 1857, se restablecieron esas relaciones cuando el Papa envió a Madrid al Encargado de Negocios, Giovanni Simeoni.
Republicanismo hacia 1854.
Los republicanos del Bienio Progresista trataban de reorganizar a la pequeña burguesía mercantil, de artesanos, pequeños propietarios, campesinos, funcionarios y algunos asalariados frente a la gran burguesía que dominaba el Gobierno de España. Su objetivo en 1854 era llevar a cabo las tareas que consideraban que la revolución liberal había dejado pendientes, precisamente por estar en manos de las grandes fortunas. Para ello, proponían el sufragio universal, la eliminación de monopolios y privilegios, libre circulación de mercancías y reducción de la deuda y del gasto público.
A partir de 1856, una vez demostrado que los progresistas no iban a realizar este programa de aspiraciones de la clase burguesa media y baja, los republicanos encontraron muchas adhesiones de clases asalariadas y el republicanismo llegó a confluir con el socialismo, en la idea de que juntos traerían la pretendida revolución social.
El republicanismo creó asociaciones de base que se denominaban “ateneos” y “casinos” y que se dotaban de local de reuniones, biblioteca, y a veces, Caja de Socorros Mutuos. Allí se ensalzaban las virtudes populares, se denunciaban los abusos del “despotismo político” y se idealizaba la libertad y el sufragio universal como medios que transformarían la sociedad y la economía españolas.
En este terreno de la difusión ideológica destacaron Wenceslao Ayguals de Izco, Juan Martínez Villegas, Eusebio Asquerino, Alfonso García Tejero, Francisco Javier de Moya, Sixto Cámara, José Ordax Avecilla, Antonio Ignacio Cervera, Fernando Garrido Tortosa.
Estas personas publicaban periódicos semanarios, y difundían en ellas ideas que lo mismo podían ser calificadas de socialistas que de republicanas. Defendían que el trabajador se podía convertir en propietario masivamente, mediante el asociacionismo, y que con ello se erradicaría el proletariado. El camino para conseguirlo era el federalismo y el cantonalismo. Pero con ello ya entramos en fechas próximas a 1873, y lo veremos en el capítulo dedicado a la Primera República Española.
Socialismos en 1854.
En 1854 el proletariado español era un grupo minúsculo y marginal dentro de la sociedad española, con excepción de Barcelona, cuyo caso trataremos más adelante. Las condiciones de vida del trabajador industrial, muy boyantes en cuanto a salario, y con problemas respecto a horario de trabajo y relaciones con sus superiores, fueron empeorando progresivamente. En efecto, el obrero industrial textil ganaba tres veces más que un obrero corriente, agrícola o de la construcción, y sus puestos de trabajo eran muy demandados. Por otra parte, trabajaba 12 horas diarias seis días a la semana, lo que era visto con envidia por los trabajadores del campo que venían de trabajar 14 y 16 horas, a veces siete días a la semana. Pero su ritmo de trabajo era alto, y la disciplina de horarios, comportamiento y obediencia, era fuerte.
A medida que los empresarios veían consolidada su posición industrial, ensayaban bajadas de salarios e incremento del ritmo de producción. Y llegada la crisis, a partir de 1848, comenzaron a plantearse la bajada de salarios. Ante esta pérdida de beneficios, los obreros empezaron a organizarse e incluso ensayaron la huelga. En septiembre de 1854 hubo huelga de hilanderos en Antequera, los cuales se rebelaban contra la importación de mule-jennies que podían dejarles sin trabajo. En 1855 hubo huelga de sombrereros en Granada. En 1856 hubo muchas huelgas: en Béjar los obreros de la lana, en Vigo los marineros, en Lugo y La Coruña los zapateros, en Bilbao los obreros de astilleros, en la carretera Huesca-Basbastro los obreros que la construían, en Alcoy los obreros textiles de la seda, los de la papelera, los de talleres de carpintería y otros, en Valencia los obreros de la seda, en Albacete los sastres, en Granada los carpinteros, en Almería los jornaleros del puerto y los zapateros, en Cádiz los obreros portuarios, en Málaga los jornaleros. En 1857 hicieron huelga en el arsenal de Cartagena.
Todos estos conflictos adolecían de falta de continuidad, pues las organizaciones de tipo sindical no eran permanentes, y las peticiones de los huelguistas decaían.
Pero lo que es evidente es que los obreros habían tomado conciencia de la posibilidad de protestar y de que el modo de hacerlo y de que se les escuchase, era la huelga. El ejemplo catalán de 1855, con su coordinación de sindicatos obreros, fue un aldabonazo en toda España porque la prensa lo difundió, aunque lo hiciera para condenarlo y despreciarlo. Había excepciones como Antonio Ignacio Cervera, que explicaban el sentido de las protestas catalanas y de cómo el Gobierno y los periódicos “normales” desvirtuaban los hechos.
Por eso, en 1856, cuando llegó la represión conservadora, los obreros estaban preparados. Entonces se dieron cuenta de que eran pocos, excepto en Cataluña y algunas ciudades aisladas, y estaban mal organizados, de modo que no podían movilizar a las masas. Empezó un trabajo en la clandestinidad que daría sus frutos en un momento dado. En 1857 hubo estabilización de los precios, tras varios años de subidas, atribuidas a la Guerra de Crimea, y la conflictividad obrera se moderó. Volvería a ser intensa a partir de 1861, cuando se extendió la crisis del algodón.
Las organizaciones obreras en Barcelona.
El 22 de enero de 1855, los dirigentes de 30 sindicatos barceloneses acordaron fundar la Junta Central de la Clase Obrera, una organización de coordinación de obreros textiles, artesanos carpinteros, sastres, zapateros y obreros de la construcción, es decir, todo el mundo laboral.
Pascual Madoz, que era Ministro de Fomento, fue consciente de la importancia de esa organización y reaccionó inmediatamente organizando una Comisión del Gobierno que estudiase las condiciones de vida de los trabajadores y propusiera la regulación de las condiciones laborales. Presidía esa Comisión el propio Madoz.
Pero las relaciones con los obreros se complicaron porque los empresarios de fuera de Barcelona, que no habían vivido la fuerza de los obreros, se negaron a aceptar las subidas de sueldos ya impuestas en Barcelona y que Madoz recomendaba generalizar. Además, surgió una circunstancia derivada, que los obreros no afectados por las subidas de sueldos reclamaron subidas para ellos.
El problema hay que relacionarlo con las subidas de precios que se estaban produciendo, sobre todo en los alimentos, en aquellos días. Algunos estudiosos las achacan a la Guerra de Crimea, pues los franceses y británicos compraban abastecimientos a cualquier precio.
Y el resultado final de la intervención de Madoz fue que las huelgas crecieron, sobre todo en los pueblos que rodean a Barcelona: Mataró, Sabadell, Igualada, Berga, Gironella, Sitges, Vilassar de Mar y de Dalt, Vilanova i La Geltrú, Tarrasa, Santpedor, Caldes de Montbui, Sentmenat, San Feliu de Codines, Vic, Manlleu, Roda de Ter, Manresa…
La desamortización de Madoz.
Y en ese punto de la discusión de las relaciones Iglesia-Estado, llegó el decreto de Desamortización de Madoz, un momento de lo más inoportuno. Pascual Madoz la había anunciado en 24 de enero de 1854, pero no había tomado medidas hasta 31 de marzo de 1855. En esta última fecha citada, presentó las condiciones de expropiación de bienes del clero, bienes de los municipios, bienes de las instituciones de enseñanza y de beneficencia, es decir, una desamortización completa y exhaustiva que comprendía:
Los bienes del clero regular todavía no enajenados, los cuales eran muchos pues la desamortización de 1837 había progresado poco y se había parado.
Los bienes del clero secular vinculados a personas jurídicas tales como cabildos catedralicios y beneficiados. No incluía los bienes privados de los integrantes del clero.
Los bienes de municipios de propios y comunales.
Los bienes de fundaciones educativas y benéficas cuyas rentas pasarían a depender del Estado.
La mayoría de los diputados estaba de acuerdo con Madoz. Y los católicos protestaban y alegaban que esa ley iba en contra del Concordato de 1851.
El diputado progresista extremeño, Juan Andrés Bueno, opinaba que no era justo repetir el sistema de subastas de 1837, ni la aceptación como pago de la deuda del Estado, porque ello ponía las fincas desamortizadas en manos de los ricos. Pero Pascual Madoz necesitaba dinero urgentemente y no estaba en condiciones de poner a discusión los métodos de desamortización de la tierra y las otras fincas. Se limitó a prometer la distribución mejor de la tierra, lo cual no era nada concreto y era lo mismo que no decir nada. Tras varias discusiones, Madoz aceptó que una parte de los bienes municipales se repartiera en suertes para los vecinos más pobres, lo cual no se cumplió nunca.
Agustín Collantes pidió que los fondos obtenidos de la desamortización fueran aplicados íntegramente a construir ferrocarriles, siendo el Estado el inversor. A ello se opusieron los empresarios privados, que tenían en el ferrocarril un gran negocio, y también se opusieron los ministros del Gobierno porque se necesitaba pagar la enorme deuda española que no paraba de crecer desde fines del XVIII.
Una enmienda a la desamortización defendió la autonomía municipal. En 1851, se había mandado una circular a los Ayuntamientos pidiendo su opinión sobre una eventual desamortización de propios que fuera compensada con alguna otra renta fija a favor de los ayuntamientos. De los 10.000 concejos municipales existentes en España, contestaron unos 2.000, y sólo 20 estaban a favor. Y de esos 20, sólo 6 poseían bienes de propios.
Andrés Borrego se opuso a la desamortización alegando que la venta de los propios acababa con la autonomía municipal y colocaba a los ayuntamientos en dependencia del poder central, y también que se privaba a las familias modestas de los pueblos a derechos sobre el bosque, pastos, frutos, forrajes, leña y pequeños cultivos. Se le contestó que se exceptuarían de la desamortización algunas tierras de aprovechamiento común.
Protestaron los obispos, y el de Osma, Fray Vicente Horcos, elevó un escrito a las Cortes exigiendo el acuerdo con Roma antes de proseguir. En el escrito amenazaba a los legisladores con la excomunión, e imponía la misma pena a los compradores de bienes. Las Cortes decidieron desterrar al obispo de Osma y le enviaron a Canarias, junto al obispo de Urgel (José Caixal Estradé, que había sido carlista), y junto al obispo de Barcelona (José Domingo Costa Borrás, que se mostraba polemista antiliberal).
El 25 de abril de 1855, la Reina, aconsejada por varios religiosos se negó a sancionar la Ley de Desamortización. Monseñor Franchi, Encargado de Negocios de la Santa Sede en Madrid, trató de convencer a la Reina para que no firmase esa ley, y Sor Patrocinio amenazó a la Reina con su condenación eterna.
La Reina rectificó más tarde, cuando Espartero y O`Donnell amenazaron con dimitir, lo cual equivalía a poner en el tablero el Trono de Isabel II, y la Ley salió adelante el 1 de mayo de 1855. El Vaticano retiró a Franchi de España y rompió relaciones diplomáticas.
El resultado de esta Ley era que las Órdenes Militares, las cofradías, las obras pías y los santuarios, perdían sus bienes. Y en mayo de 1855 se vendieron 7.800 fincas por 90 millones de reales, y en agosto de 1855 se vendieron 11.140 fincas por 152 millones de reales. La gente había perdido el miedo a “la condenación eterna” con que les amenazaba la Iglesia.
Por su trascendencia histórica, dedicaremos un capítulo a la desamortización de 1855. Ver: 19.14.3.La Desamortización de 1855.
Controversias sociales en 1855.
En enero de 1855, Madoz constituyó en Madrid una Comisión para estudiar los problemas entre el capital y el trabajo. Esta Comisión trató de llegar a unos acuerdos, que luego no sirvieron para nada, pues el Gobierno, en Real Orden de 21 de mayo de 1855 sobre la libertad de contratación, decidió que el Estado era parte no participante en los conflictos entre patronos y obreros.
El 14 de febrero de 1855 las Cortes pusieron la censura al Gobierno por causa del exilio de María Cristina. Los moderados porque estaban en contra y los progresistas porque decían que lo correcto hubiera sido juzgarla. Perdieron la moción.
En marzo de 1855 tuvo lugar la petición de las Milicias Nacionales de Madrid de destitución de determinados Ministros y nombramiento de otros. Ello equivalía a la asunción de la soberanía por parte de las Milicias, y planteaba una revolución no liberal, sino populista. En abril de 1855, el Gobierno prohibió que las Milicias discutieran o deliberaran sobre asuntos del Gobierno así como enviar sus conclusiones al Gobierno en forma de “exposiciones al Gobierno”. Los milicianos se sintieron despojados de lo que creían un derecho básico de la democracia, la democracia popular. Y ello produjo un primer desencuentro entre las Milicias, sostén del Gobierno, y el Gobierno progresista que gobernaba. Las Cortes apoyaban a la Milicia, pero el Gobierno logró hacer aprobar la ley sobre Milicias el 22 de abril de 1855: la Ley permitió confinar a los perturbadores del orden público, a los conspiradores contra la Corona o contra el Gobierno, y también podía suspender los periódicos que excitasen a la rebelión.
El populismo estaba siendo atacado de pleno. Frente a esta postura del Gobierno, el Partido Progresista defendió que el Gobierno tenía derecho a reprimir las rebeliones, pero no podía detener a los sospechosos de preparar una rebelión. Espartero se empezaba a distanciar de los progresistas una vez más, como había ocurrido en 1841-1843.
En 1855 hubo un nuevo intento de conspiración carlista, sin mayor importancia.
De marzo a mayo de 1855 hubo muchas aprobaciones de proyectos de construcción del ferrocarril. Estas concesiones hicieron necesaria una ley, que se produciría en junio.
El 22 de abril de 1855 se produjo un decreto para implantar líneas electrotelegráficas en toda España, incluidas Baleares y Canarias y el norte de África, que eran zonas más dificultosas. El sistema de telégrafos era por medio de un galvanómetro con unas agujas que señalaban las letras. Tenía muchos fallos, y años más tarde se sustituyó por el sistema morse. El telégrafo era una vieja aspiración de la humanidad: los romanos se comunicaban mediante torres escalonadas sobre el terreno que daban señales interpretables en clave. En 1831 se había perfeccionado el sistema añadiendo anteojos que permitían ahorrar muchas torres. Era un sistema muy caro, incluso cuando se electrificó, y su instalación no estaba al alcance de particulares.
Conflictos sociales en 1855.
Los conflictos aparecieron en medio de dos circunstancias muy relevantes: la elevación del precio de los alimentos debido a las malas cosechas y la demanda que se producía desde los países implicados en la Guerra de Crimea; la retirada de capitales extranjeros por miedo a la política del Partido Progresista, causa que tuvo mucho efecto en el sector textil catalán. Por el contrario, hubo afluencia de capitales extranjeros buscando el mineral de hierro de Cantabria y Vizcaya.
La huelga general de Barcelona.
En Cataluña se produjo una subida de precios coincidente con una bajada de salarios.
Los tumultos en Bilbao, Valladolid, Valencia y Granada, protestaban contra la carestía de la vida y la escasez de trabajo. Fueron seguidos por motines de campesinos en la Cuenca del Duero.
En junio y julio de 1855 se produjo el gran motín de Barcelona:
En verano de 1855, los obreros fueron sorprendidos con la eliminación de la libertad de asociación, argumentando que había libertad de contratación y el obrero que no estuviera a gusto podía despedirse e ir a otro lado. El Gobierno de 1854 era, a ojos de los españoles, el más liberal posible, el más progresista, e incluso estaba presidido por Espartero, el mito progresista.
Los fabricantes catalanes denunciaron avances del socialismo, como causa de las revueltas, lo cual les parecía que no querían nunca el acuerdo, sino la confrontación. El general Juan Zapatero Navas hizo disolver las sociedades obreras existentes, lo cual provocó más desórdenes. Entonces Zapatero fusiló el 6 de junio de 1855 al líder de Unión de Clases, José Barceló, acusado de complicidad en un crimen de la calle, el crimen del mas de Sant Jaume.
La Junta Central de la Clase Obrera nombró dos comisiones negociadoras que debían ir a Madrid a pedir el restablecimiento de la libertad de asociación, la jornada de 10 horas y un tribunal industrial paritario de patronos y obreros. La Unión de Clases reunió 30.000 firmas y pidió a las Cortes y al Gobierno una ley de libertad de asociación obrera, y convenios colectivos de trabajo.
El Gobierno ordenó al Capitán General de Barcelona, Juan Zapatero Navas, prohibir los sindicatos y revocar los convenios colectivos suscritos. Incluso detuvo a José Barceló, le juzgó y condenó a muerte acusándole de un crimen vulgar, del que ni siquiera había pruebas, y la acusación más fuerte era que él dirigía el sindicato cuando se produjo la muerte a manos de sindicalistas. Zapatero sabía que ello generaría disturbios y sacó el ejército a la calle y declaró estado de guerra en el momento en que se iba a ejecutar a Barceló, cosa que tuvo lugar en junio de 1855. Hubo muchas manifestaciones y se detuvo y encarceló en masa. Y complementariamente, se expulsó de la Milicia Urbana a los sindicalistas que habían sido incorporados en las negociaciones de meses anteriores. El motivo era privar a los obreros de armas.
El 21 de junio de 1855, el general Juan Zapatero ordenó la disolución de todas las “Uniones” ilegales de obreros. Ello provocó la huelga general en Cataluña.
El 2 de julio de 1855 los sindicatos obreros declararon huelga general indefinida en Barcelona. Se siguió en casi toda Cataluña excepto en Reus. Eran tantos los obreros en la calle, que Zapatero ordenó el acuartelamiento de las tropas para evitar incidentes. Y él, personalmente, se encerró en Atarazanas, desde donde ordenó a la Milicia Nacional reprimir las manifestaciones obreras. Los huelguistas sitiaron Capitanía General. Las tropas permanecieron acuarteladas porque sacarlas a la calle significaba lucha abierta y muchos muertos. Las Milicias Nacionales fueron utilizadas para tomar la calle y evitar que los revoltosos iniciasen por su cuenta el ataque a los militares, lo cual iniciaría la guerra urbana. Las Milicias se negaron a disparar sobre los manifestantes. Los obreros asesinaron a José Sol i Padrís, presidente de la patronal “Instituto Industrial de Cataluña” y dueño de una fábrica textil. El grito de los huelguistas era “asociación o muerte”.
A la huelga general de 2 de julio de 1855, se la tiene por la primera huelga general de España. La huelga fue secundada por unos 50.000 trabajadores de Barcelona y su comarca o hinterland. La huelga fue acompañada de asaltos a fábricas y destrozos de máquinas.
Era imposible que los obreros de Barcelona hubieran organizado todo el complejo sistema de asaltos de fábricas y ocupaciones y posicionamientos de batalla. Se rumoreaba que habían llegado a Barcelona agitadores profesionales italianos y franceses, o que tal vez los carlistas habían conseguido dinero y sus generales habían organizado las revueltas de Barcelona.
Los revoltosos se agotaron, perdieron fuerza en diez días. El 10 de julio, el Comité de Huelga pidió el fin del paro obrero. Habían hablado con el coronel Saravia, enviado de Espartero y sabían que se preparaba un baño de sangre. Había que evitarlo. Saravia pactó mantener los salarios y poner tribunales mixtos de patronos y obreros. Los obreros volvieron al trabajo en los dos días siguientes. El 12 de julio la situación se había normalizado.
Los dirigentes de aquellos días se dispersaron: los unos volvieron a sus lugares de origen, los otros fueron expulsados de Barcelona, otras trataron de levantar nuevas rebeliones en distintos pueblos españoles.
El Gobierno de España no cumplió nunca lo prometido en los primeros días de julio de 1855. Los dirigentes obreros no estuvieron a la altura de las circunstancias y no supieron sacar las ventajas posibles, quizás buscando el triunfo definitivo. Los sindicatos habían encontrado el límite de sus acciones, pues las detenciones, consejos de guerra, y penas de prisión y destierro, además de la pérdida de participación en la Milicia Nacional, eran un retroceso para la causa obrera. Y recapacitaron en que se debía cambiar el método de lucha e iniciar la acción política como complemento de la acción en la calle. Habían constatado que los progresistas, eran ante todo burgueses, y que las palabras de éstos sobre derechos e igualdad, no iban a ayudar a la clase obrera. Por eso, se pasaron a los demócrata-republicanos. Sus nuevos líderes políticos serían Narciso Monturiol (cabetiano), Anselmo Clavé (cabetiano), Ceferino Tresserra (cabetiano), Ignacio Montaldo (cabetiano), Ildefonso Cerdá (republicano), Juan Bautista Guardiola (proudhoninano).
La situación de tensión se prolongó hasta el verano de 1856 porque las fábricas estaban cerrando a medida que la huelga se extendía.
Socialismo en Madrid en 1855.
En 1855, apareció en Madrid El Eco de la Clase Obrera, publicación del editor, escritor e impresor Ramón Simó Badía. Colaboraba con Simó, Francesc Pi i Margall, el cual era hijo de un tejedor barcelonés. Pi i Margall escribió una Exposición para ser llevada a las Cortes y Simó la entregó. Tenían el apoyo expreso de los delegados obreros Alsina y Molar. El texto llevaba unas 22.000 ó 33.000 firmas de obreros catalanes.
El 7 de septiembre de 1855 se hizo pública la “exposición” de la clase obrera a las Cortes Constituyentes: Pedía el derecho de asociación porque los salarios menguaban, mientras los precios de los alimentos y de los alquileres subían. Los obreros disponían de derecho de asociación para casos de enfermedad y de paro, pero pedían este derecho para poder defender sus derechos frente a los patronos, pedían poder abrir economatos (tiendas gestionadas por obreros que suministraran alimentos a bajo precio), y pedían organizar la enseñanza profesional.
Pero el Partido Progresista no tenía dinero para pagar estas reivindicaciones. Los gastos tan copiosos requerían inversión del Estado. Los progresistas se escudaron en que sus convicciones liberales no les permitían intervenir en fijar salarios mínimos, condiciones de trabajo o precios de los alimentos, lo cual supuso la desconexión de los progresistas con los trabajadores.
El 8 de octubre de 1855, Manuel Alonso Martínez, Ministro de Fomento, presentó un Proyecto de Ley del Trabajo. En ese Proyecto, atribuía la conflictividad laboral a doctrinas falsas, peligrosas y utópicas; aceptaba el derecho de asociación si la asociación concreta obtenía licencia del Gobierno y no comprendía a más de 500 asociados; creaba jurados de “prohombres” de la industria para dirimir los conflictos laborales; reducía la jornada de los niños de 10 a 12 años a media jornada, unas siete horas) y las de los jóvenes de 12 a 18 años, a 10 horas diarias.
El Proyecto de Ley de Trabajo de 8 octubre no gustó ni a los progresistas ni a los demócratas. La Comisión Parlamentaria que debía estudiarlo fue presidida por Pascual Madoz, y era Secretario Laureano Figuerola, los cuales recibieron a Joaquim Molar y a Joan Alsina, representantes de los obreros catalanes, que mostraron también su disconformidad con el Proyecto de Ley. La Comisión se mostró hostil a los obreros y no solucionó el conflicto.
En enero de 1856 se nombró una nueva Comisión de estudio del Proyecto de Ley del Trabajo, presidida también por Madoz, con la misión de escuchar a las partes, a los obreros y a los empresarios. No sirvió de nada. El Bienio Progresista cayó en verano de 1856 sin haber dado a luz la Ley del Trabajo.
La Ley General de Caminos de Hierro.
En 1855, nuevamente el Gobierno tuvo que cambiar de política ferroviaria creando, en primer lugar y para evitar la especulación, una inspección sobre concesiones y contratas, y haciendo, al mismo tiempo, una Ley de Ferrocarriles de junio de 1855 por la que era el Parlamento quien hacía las concesiones, daba dinero a fondo perdido y vigilaba la efectiva construcción de las líneas. Se trataba de rectificar el decreto de febrero de 1850. Muchos concesionarios renunciaron entonces a sus concesiones y contratas. Hacia 1859 se produjo la renuncia a la mayoría de las concesiones, pues nunca habían pensado construir.
El 3 de junio de 1855 se produjo la Ley General de Ferrocarriles, que trataba de evitar los negocios sucios que se hacían en la Corte, y entregaba los negocios a la iniciativa privada a la que se suponía más limpia. No se trataba técnicamente de una Ley sino de un paquete de leyes complementarias.
Las líneas férreas podrían ser construidas por el Estado, por las empresas privadas o por empresas de cooperación pública-privada.
El proceso sería: concesión estatal, concesión de subvenciones del Estado, subvenciones de las provincias, subvenciones de los municipios afectados por las ventajas del ferrocarril en forma de concesiones de terrenos a buen precio.
Se facilitaba la construcción rápida y la explotación inmediata de las líneas.
Pero esta ley permitía hacer concesiones de construcción de ferrocarril a empresas sin apenas garantías y provocaba un nuevo tipo de especulador. Esta ley de los progresistas era un claro error a medio y largo plazo. La ley era una propuesta de las sociedades bancarias francesas, que se salieron con la suya y obtuvieron una posición ventajosa como veremos a continuación.
La ley, daba mayores facilidades a las constructoras que la anterior de 20 de febrero de 1850 y era más propicia a la especulación:
Las sociedades constructoras quedaban liberadas de la Ley de Sociedades por Acciones de 1848 que exigía a las empresas tener un domicilio social y un desembolso propio del capital, de modo que las sociedades constructoras podían tener poco capital propio y dedicarse a captar capital ajeno.
Se permitía al Gobierno dar “autorizaciones provisionales” de construcción sin exigir la constitución definitiva de la sociedad constructora, lo cual permitía comprar concesiones sin demasiado gasto previo.
Se ofrecía a los extranjeros garantías frente a represalias políticas futuras como confiscaciones y embargos, y además se les daba exención total de aranceles a las importaciones de material y privilegios a la hora de expropiar tierras, y además, se les concedía subvenciones estatales.
Las subvenciones del Estado se calculaban, sumando: el 1% de amortización de capitales, más la garantía del 6% anual de rentabilidad, más la renuncia a derechos de importación sobre materiales de construcción y transporte, lo cual daba un total que podemos calcular en el 16% del capital invertido.
La fórmula que más gustó fue la de concesión pública-privada, porque así, las compañías privadas quedaban protegidas por el Estado, y el Estado no participaba en los beneficios sino se conformaba con fomentar la economía y garantizar las condiciones de concesión.
Las concesiones se hacían por 99 años.
Las empresas concesionarias verían revisadas las tarifas cada 5 años, revisión hecha por el Estado de modo que eran las Cortes las que aprobaban las nuevas tarifas.
El Estado se comprometía a reintegrar a las compañías ferroviarias, durante el periodo de concesión y diez años más, los gastos del arancel de aduanas, de faros, de portazgos, y de barcajes de las materias primas y de los productos elaborados, en cuanto a instrumentos, máquinas, carruajes, cok y material fijo y móvil importado desde el extranjero. Eso significaba completa libertad de importación en estos artículos. Y era tal la ventaja de la importación, que los constructores decidieron importar incluso los clavos y traviesas que se fabricaban también en España, porque resultaba más barato importar sin impuestos que comprar en España con impuestos.
Por su trascendencia histórica dedicaremos un capítulo especial al tema, el: 19.13.15.La Ley General de Ferrocarriles de 1855.
Tensiones políticas en el verano de 1855.
Había, en el verano de 1855, una causa de descontento más importante que los efectos de la desamortización, y era el aumento de los precios del pan, subidas que habían empezado en 1854, al tiempo que la Guerra de Crimea, el gran abastecedor de trigo a Francia y Reino Unido. El alza de precios se tradujo en huelgas obreras en Cataluña.
En mayo de 1855 el Gobierno pidió poderes excepcionales para confinar a revoltosos y cerrar periódicos que excitaran a rebeliones. Se aprobó el 3 de junio con disgusto de muchos progresistas.
El 2 de junio de 1855, Pascual Madoz presentó un “plan de recaudación obligatoria y anticipada de impuestos”. Es incomprensible que Madoz presentara este proyecto, pues ello había sido la causa de los motines de 1854, por lo que se habían sublevado los progresistas. También fue la causa de la crisis del Gobierno en verano de 1855.
En 6 de junio de 1855 (4 de junio según Historia General) hubo crisis de Gobierno con sustitución de cinco ministros:
Estado, Claudio Antón de Luzuriaga fue cambiado por Juan Zabala de la Puente (interinamente se hizo cargo del Ministerio Leopoldo O`Donnell.
Gracia y Justicia, Joaquín Aguirre de la Peña fue cambiado por Manuel Fuente Andrés.
Hacienda, Pascual Madoz Ibáñez fue cambiado por Juan Bruil Olliarburu.
Gobernación, Francisco Santa Cruz Blasco fue cambiado por Julián Huelves.
Fomento, Francisco de Luján Miguel y Romero fue cambiado por Manuel Alonso Martínez.
La causa del relevo de Madoz fue que las subastas de los bienes desamortizados no podían hacerse con rapidez, y no proporcionaban con inmediatez el dinero que Madoz había prometido a sus colegas del Gobierno. Y cuando las subastas se remataban, era difícil cobrarlas.
El Ministro de Hacienda, Juan Faustino Bruil Olliarburu, 1810-1878, era comerciante de Zaragoza, e hizo la Ley de Sociedades Anónimas de Préstamo y Crédito a fin de permitir la entrada de capital extranjero en las empresas españolas. Juan Bruil pensó en emitir 1.500 millones en deuda al 3%, y otros 300 millones con hipoteca de los bienes desamortizados y no vendidos por Madoz. No hubo apenas suscriptores españoles para esta deuda. Entonces se acudió al extranjero, y los inversores extranjeros tampoco confiaban en la solvencia de los Gobiernos españoles. Hizo una reforma monetaria en la que desapareció el maravedí como unidad de cuenta y desde entonces se pasó a contar en reales. El real tenía 100 céntimos y tenía divisores como el medio real de 50 céntimos, y múltiplos como el dinero de 20 reales, la peseta de cuatro reales. Como la inflación era alta, a partir de 1857-1861, la peseta pasó a ser la unidad de cuenta para las grandes transacciones. También impuso el sistema métrico decimal.
El carlismo en 1855.
En 1855 surgieron partidas carlistas en Aragón y Cataluña pero no lograron generalizar el levantamiento y fue un nuevo fracaso carlista. Carlos VI se entrevistó con Francisco de Asís, marido de Isabel II, en presencia del brigadier Antonio de Arjona, buscando la reconciliación. En mayo de 1855 aparecieron partidas carlistas en Aragón (Cipriano de los Corrales), Castilla la Vieja y Castilla la Nueva (Los Hierros) y en Cataluña (Tristany, Borges, Estartús y Marsal) pero les faltaba dinero y sólo duraron unos meses. Los propietarios rurales se negaron a pagarles.
El fracaso Progresista en 1855.
Ante nuestros ojos actuales, la causa del fracaso de Partido Progresista ante estas huelgas obreras es que no hizo nada ante el problema del hambre: por una parte, el Gobierno apenas tenía dinero, y por otra, creía que en régimen de libertad y librecambio, los problemas se solucionaban sin intervención del Estado. El progresismo sólo evolucionará un poco, e insuficientemente, en octubre de 1855. Los intentos de principios del siglo XX en el sentido de que el Estado actuara en los problemas económico-sociales, fracasarían igualmente. Solamente cuando los Estados Unidos decidieron en 1932 que era bueno intervenir, se adoptó la política intervencionista en España.
El 16 de julio de 1855 las Cortes hicieron una acusación contra todos los políticos de todos los Gobiernos anteriores por haber violado las Constituciones de 1837 y la de 1845. Era otro pasatiempo intrascendente de los progresistas. Ya hemos venido diciendo que esto era verdad, que el Estado no intervenía para paliar los problemas sociales, pero no tenía sentido iniciar juicios a la historia y a sus protagonistas, porque ni conduce a nada, ni mejora las cosas, salvo rellenar el ego de los que afirman siempre que ellos tenían razón y eran los otros los que estaban equivocados.
En julio de 1855 se dio vacaciones a las Cortes.
Las Cortes de septiembre de 1855.
En el último trimestre de 1855, hubo un gran impulso de regeneración progresista:
El 15 de septiembre de 1855, el Gobierno se planteó acabar con la camarilla de palacio. Se decidió por ley que los servidores de Palacio serían nombrados por el Consejo de Ministros. Los conservadores argumentaban que la monarquía era un negocio privado que no se podía regular desde el gobierno. Narváez derogaría este decreto el 15 de octubre de 1856 y la camarilla volvió en esta fecha citada.
El 30 de septiembre de 1855 se abrieron las Cortes, tras las vacaciones de julio, agosto y septiembre. Era un momento difícil para España y además, había cólera en Madrid. Sólo acudieron a las Cortes la mitad de los diputados. Tenían sus motivos para no ir a Madrid, pues hubo unos 1.700 muertos por el cólera en pocas semanas.
Los madrileños se sintieron mal ante la deserción de los diputados de sus puestos de trabajo. No había quórum para discutir la Constitución, y las discusiones se pospusieron.
Los diputados progresistas y demócratas presentes en Madrid propusieron una alianza entre “progresistas puros” y “demócratas”, que acabara con O`Donnell y pusiera un Gobierno más radical, presidido por Espartero. Pero echar a O`Donnell era acabar con el sistema establecido por Espartero y O`Donnell denominado “de los dos Cónsules”, el cual permitía a Espartero lucirse y hacer demagogia en todas partes, sin preocuparse de las funciones de Gobierno, que gestionaban otros, mientras O`Donnell garantizaba la paz.
Y entonces, los moderados decidieron unirse, protestar contra los desórdenes y contra las leyes progresistas. Se rumoreaba que los progresistas iban a presentar una ley de matrimonio civil, lo cual les parecía inconcebible en una España católica en la que el matrimonio era una prerrogativa de la Iglesia.
Y entre los menos extremistas, los moderados templados y progresistas templados, cuajó la idea de un partido intermedio, de ideología moderada, pero sin llegar a la dureza de Narváez y de Bravo Murillo. Ese partido lo podía liderar O`Donnell. Y así fue como en invierno de 1855 y principios de 1856 cuajó la idea de un “Centro Parlamentario”. Ya en diciembre de 1854, Antonio Cánovas del Castillo, en un discurso en las Cortes, había pedido una Unión Liberal o partido intermedio.
Favorecía la idea de estos moderados de centro, el hecho de que la gente estaba ya cansada de tantas convocatorias a revueltas, a la violencia en la calle, y estaban abandonando a los progresistas y demócratas.
De momento, la “unión liberal” era un proyecto de coalición de liberales, no un partido realmente constituido.
Las Cortes del Bienio Progresista, noviembre de 1854 – julio de 1855, fueron demasiado pasionales y tuvieron poco espíritu práctico. Discutieron mucho sobre temas teóricos y muchas veces se equivocaron en las soluciones prácticas.
Reformas progresistas de octubre de 1855.
En octubre de 1855 se inició una segunda fase de reformas progresistas en las Cortes entre las que hay que destacar la Ley de Enjuiciamiento Civil de 5 de octubre de 1855, la Ley de Bancos de Emisión de 28 de enero de 1856, la Ley de Sociedades de Crédito de 28 de enero de 1856 y la Ley de Ayuntamientos de 5 de julio de 1856.
En 1855 se intentó una reforma del ejército a fin de reducir los costes del ejército permanente, lo que significaba menos jefes y oficiales en activo y más en la reserva, con el consiguiente disgusto del ejército. Se pensó dejar el ejército en activo en 14 regimientos en línea y 15 de cazadores, y aumentar la reserva hasta los 80 batallones (recuérdese que la reserva cobraba la mitad que en activo).
La Ley de Enjuiciamiento Civil de 5 de octubre de 1855 introdujo el recurso de casación o posibilidad de impugnar una sentencia para que el tribunal examinase su correcta aplicación o la interpretación del derecho aplicado a ese caso concreto. Se podía recurrir en caso de que se hubiera cometido infracción de ley o de doctrina legal que permitiera revisar el fondo de la sentencia, o en caso de quebrantamiento de las formas legales de un juicio. Esta ley era en ese momento la única base modernizada jurídica de España en materia civil, puesto que no se había aprobado el Código Civil de 1851, ni ningún otro anterior. No habrá Código Civil hasta 1889. La ley será cambiada en 1881. Será completada en 1872 por la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
Suprimieron las Diputaciones y Ayuntamientos vigentes y éstos pasaron a regirse por las leyes de 1821.
La supresión de la contribución de consumos y derechos de puertas dio paso a la necesidad de créditos muy caros, que hacían prever impuestos cada vez más altos. Si el bienio hubiera durado más, hubiera estallado por alguna otra parte la violencia, porque la situación era insostenible.
Las intervenciones de los diputados eran agresivas y peligrosas para el orden social: el 14 de febrero de 1855, Ordax Avecilla pidió juzgar a María Cristina de Borbón. El 7 de mayo de 1855, los progresistas hicieron una apología de “los mártires de 1848” y pidieron que fueran declarados “beneméritos de la patria”. El 16 de julio de 1855 los progresistas propusieron juzgar a todos los Presidentes de Gobierno y Ministros desde 1844.
Replanteamiento de relaciones con la Iglesia.
El 5 de octubre de 1855 hubo un Real Decreto para legislar la igualdad civil del clero, cosa a la que el clero se oponía frontalmente y con mucha dureza. Por este decreto, el clero pasaba a ser “dependiente del Estado” en el sentido de que tendría que pagar impuestos como el resto de los ciudadanos a partir de 1 de enero de 1856.
La Iglesia española no aceptó esta proposición y se declaró al margen del Estado, con servicio a Dios y obediencia al Papa, pero no tributarios del Estado. En cuanto a las pagas y subvenciones que recibían del Estado, decían que eran la compensación por las tierras y bienes incautados con la desamortización y que en absoluto llegaban a la cantidad que se les debería dar. El clero no creía en la igualdad tributaria y era por tanto profundamente antiliberal.
Los liberales querían que el clero tributase a Hacienda la parte correspondiente de sus sueldos y ganancias como hacía el resto de los españoles. El nuncio Franchi argumentaba que la única dependencia del clero católico respecto al Estado era lo marcado en el Concordato de 1851, que decía que el clero no dependía del Estado. Argumentaba Franchi que, además de atacar el derecho de propiedad con la desamortización, el Estado olvidaba que la Iglesia había sido fundada por Jesucristo y era anterior al Estado. También acusaba al Estado de reincidente en sus ilegalidades.
Por su parte, el Estado quería designar los capellanes, beneficiados de iglesias catedrales y colegiales, designar dotaciones de las iglesias, fijar cuáles eran las iglesias colegiales y dejar reducidas las demás a la categoría de parroquias (permitiendo a las parroquias mayores tener beneficiados), exigir la residencia del párroco en la parroquia, y que la Corona nombrase abades de colegiata y canónigos seculares, excepto en aquellas que fueran un patronato particular. Estas pretensiones rompían por completo el Concordato.
La Iglesia planteaba muchas quejas sobre el gobierno de los liberales: Que los gobernadores provinciales no obligaban a la gente a santificar las fiestas; que no se hacía obligatoria la impartición de la religión en todos los niveles de la enseñanza; que se permitía predicar a los protestantes; que había censura en los periódicos y no se permitía a la Iglesia decir lo que “tenía que decir”.
Primeras intervenciones del Estado en materia social.
En octubre de 1855 apareció la Ley del Trabajo. Esta ley atribuía los desórdenes que se estaban produciendo a las doctrinas socialistas, pero aceptaba el derecho de asociación (con licencia del gobierno y en grupos no mayores de 500 personas), creaba jurados de prohombres para conflictos laborales y reducía la jornada de trabajo para niños de 8 a 12 años a 8 horas diarias, y para chicos de 12 a 18 años a 10 horas diarias.
El 28 de noviembre de 1855 apareció una Ley de Sanidad. Un tema tan importante socialmente, sólo había sido tratado de forma importante por los Reyes Católicos en 1477 creando el Protomedicato, un tribunal de médicos oficialmente reconocidos para dar licencias a médicos y boticarios, institución que protegió y cuidó Carlos V, y en 1720 por Felipe V creando la Junta de Sanidad para cuidar la legislación al respecto. Durante el XVIII habían surgido estudios avanzados de cirugía y medicina y las Cortes de Cádiz habían dado un Reglamento General de Instrucción Pública incluyendo estos estudios entre los universitarios. La Ley de Sanidad fue modificada el 24 de mayo de 1866 y estaría vigente hasta que, en 1904, la Instrucción General de Sanidad Pública reguló el tema sanitario. En el periodo intermedio se crearon en 1871 el Instituto Nacional de Vacunación y Bacteriología, y el 12 de junio de 1887 el Reglamento de Sanidad Exterior. Este es el bagaje sanitario español básico hasta la aparición de la Organización Mundial de la Salud OMS en 1946.
El 9 de diciembre de 1855, el Ministro de Fomento Manuel Alonso Martínez, retocó la enseñanza. Era normal que un Gobierno progresista lo hiciera, porque la ley había sido dada por los moderados: Hacía obligatoria la enseñanza entre los 6 y los nueve años de edad. El Gobierno publicaba el plan general de las asignaturas. El libro de texto era obligatorio para el alumno, y era elegido por el profesor.
Dificultades socioeconómicas a fines de 1855.
El invierno de 1855 fue duro hasta el punto de helarse el Canal de Castilla. El transporte de granos se interrumpió y hubo pequeños tumultos en Bilbao, Valladolid, Valencia, Madrid y Granada. Cataluña fue especialmente belicosa y hasta hubo una ejecución, la del dirigente obrero José Barceló, por haber instigado al crimen.
La subida de los progresistas al poder no detuvo los levantamientos populares. Una vez puestas en la calle, las masas eran muy difíciles de controlar. El pueblo, organizado espontáneamente en Milicias Nacionales, asaltaba las tahonas e incendiaba los silos de trigo, que había subido de precio al empezar la guerra de Crimea. En Barcelona, ya industrializada, los huelguistas reclamaban la legalidad de las asociaciones obreras y el derecho de negociación colectiva. Espartero trató de darle gusto al pueblo progresista y a sus incondicionales populistas, prohibiendo las procesiones religiosas, expulsando a los jesuitas y reanudando la desamortización de Madoz. Valladolid conocerá disturbios de cierta importancia como protesta contra Espartero.
El 16 de diciembre de 1855 hubo un proyecto de Alonso Martínez de secularizar la enseñanza, pero no tendrá efecto alguno, puesto que enseguida cayó el gobierno liberal.
En diciembre de 1855, surgió el problema de que se terminaba el año y no se habían llevado los presupuestos a las Cortes como era preceptivo y era bandera de los progresistas y de la revolución de 1854. Al menos, se necesitaba una autorización de las Cortes para prorrogar los presupuestos del año anterior. Pero tal y como estaban los enfrentamientos entre las Cortes y el Gobierno, éste no quería acudir a las Cortes. El Gobierno prorrogó los presupuestos de 1855 en vez de presentar una ley para 1856. No se podía alcanzar el equilibrio presupuestario, y la Ley de Presupuestos era imposible. Era un problema importante generado por las Cortes en un exceso de progresismo, de idealismo o de populismo: en febrero de 1855, las Cortes habían suprimido los impuestos de consumos y los de puertas. El ministro de hacienda, Bruil, constató que el Estado se desequilibraba por falta de ingresos. En diciembre propuso restablecer los impuestos suprimidos en febrero y las Cortes se negaron. Entonces el Gobierno puso todo tipo de impuestos a fin de equilibrar el presupuesto y de ahí vino la crisis de diciembre 1855. Aprovecharon los moderados para cargar contra el Gobierno, pues los progresistas habían acusado a los Gobiernos moderados de 1837-1854, de no presentar los presupuestos anualmente ante las Cortes y, llegados al poder, hacían ellos lo mismo. Las críticas de los moderados fueron más allá, pues el Gobierno progresista había prometido ahorros mediante el despido de funcionarios inútiles y aumentos de los ingresos por mayor cuidado en la recaudación. Al contrario, habían suprimido contribuciones de consumos y derechos de puertas y los ingresos habían disminuido. Los progresistas argumentaron que las contribuciones de consumos y derechos de puertas sólo gravaban a los más pobres y eran contrarios a la igualdad de los españoles. Cuando a fin de año, el Gobierno propuso volver a las contribuciones de consumos y derechos de puertas, su descrédito fue grande y la inquietud de la opinión pública iba en aumento.
El 14 de diciembre de 1855 se terminaron las discusiones de la Comisión Constitucional y el aspecto del proyecto constitucional era progresista, con Senado electivo, Soberanía Nacional, restricciones a los poderes del Rey, elección directa de los alcaldes por los vecinos de cada pueblo, jurado para delitos de imprenta, Milicia Nacional, y garantías para los derechos de los ciudadanos. Sólo quedaba la aprobación general en las Cortes.
[1] Joaquín Aguirre de la Peña 1807-1869 había nacido en Ágreda (Soria) y estudiado Derecho Romano y Derecho Canónico, estudios típicamente religiosos, en Zaragoza y Alcalá. En 1835 fue catedrático de Disciplina Eclesiástica y Jurisprudencia Eclesiástica. En 1840 entró a trabajar en Gracia y Justicia, donde se ganó fama de progresista. Fue vicerrector de la Universidad de Madrid en marzo de 1854 y asesoró a la Junta de Salvación, Armamento y Defensa de Madrid en julio de 1854, momento en que ganó prestigio entre los progresistas. Fue Subsecretario de Gracia y Justicia en agosto de 1854 y Ministro de Gracia y Justicia en noviembre de 1854. Tras los sucesos del Cuartel de San Gil de 1866, se exilió. Volvió en septiembre de 1868 y fue Presidente de la Junta Provisional Revolucionaria de 3 de octubre de 1868, y presidente de la Junta Superior Revolucionaria de 5 de octubre de 1868, hasta 19 de octubre en que se disolvió la Junta.
[2] Pascual Madoz Ibáñez, 1806-1870, había nacido en Pamplona, estudió Derecho en Zaragoza, se hizo exaltado, defendió Monzón en 1823 contra los Cien Mil Hijos de San Luis y fue hecho prisionero por los franceses que le llevaron a Tours. En 1832 se acogió a la amnistía, volvió a Barcelona como abogado e hizo un Diccionario Geográfico de los pueblos de España por el que es muy conocido. También dirigió El Catalán. En 1835 fue Gobernador y Juez de Primera Instancia del Valle de Arán, y en 1836 diputado por Lérida. Era un abogado competente y se integró en las filas del Partido Progresista. En 1841 empezó a criticar los modos dictatoriales de Espartero y en 1843 denunció a Espartero por autoritario y se sublevó contra él capitaneando a los progresistas, lo que le valió ser nombrado miembro del Tribunal Supremo de Justicia en 1843. González Bravo, el exprogresista vuelto en ultraconservador, le apresó por organizador de motines, al igual que sucedía con todos los líderes progresistas del momento. En enero de 1855 fue ministro de Hacienda, pero dimitió en mayo por diferencias con Isabel II, la cual se oponía a la Desamortización que Mendizábal puso en marcha. En verano de 1856 se puso al frente de la Milicia Nacional para luchar contra O`Donnell y tuvo que exiliarse. Su fama creció mientras estuvo en el exilio. En 30 de septiembre de 1868 presidió la Junta Provisional Revolucionaria de Madrid. En 1870 votó por Amadeo de Saboya para rey de España y estuvo en la delegación que fue a Florencia a ofrecerle la Corona. Murió en Génova el 13 de diciembre de 1870 yendo de viaje para ello.
[3] Isabel Casanova Aguilar, Las Constituyentes de 1854.Origen y fisonomía general. En www.
Isabel Casanova Aguilar, Aproximación a la constitución nonnata de 1856. Secretariado de publicaciones Universidad de Murcia. Hijos de E. Minuesa 1985.